Las manos me tiemblan mientras limpio la sangre con cuidado de ese rostro. Mientras manejo con infinita angustia el algodón soy tan imbécil que me da por pensar en Mario Puzo y en esa familia que creó en la que uno, si hacía falta, era fuerte por los demás. El padrino. A pesar de la losa en mi estómago y mis ganas de precipitarme al suelo de la cocina contengo las lágrimas porque no es momento de llorar, de que me vean y nos veamos. Hay un halo de fortaleza en la cocina, hilado por uno de los silencios más sólidos que he experimentado jamás.
Me siento gilipollas en ese momento por pensar como siempre en algo ficticio. A veces estoy tan absorta en la ficción que me olvido de la realidad que se desarrolla ante mis ojos. Ingenua. Cualquier historia que cualquier creador ha erigido se reflejó primero en sus ojos, en vivo y en directo. Estos mazazos nos lo demuestran. Seremos ingenuos quejándonos constantemente de una vida rutinaria que nada tiene que ver con las historias de Hollywood... Está aquí y ahora. Ocurriendo. Tiñendo un día normal de sombras tenebrosas, de puro miedo, de sangre y de una reiteración dolorosa. Y no es una película. Es real. Totalmente real. Como todo lo que nos ocurre, a todos, en todos los momentos. No hay que irse a la ficción para buscar realidades.
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