martes, 12 de mayo de 2015

Proyectos, I.

- ¿Quieres que vayamos a mi casa?

Marga lo miró, algo sorprendida, y esperó a que él siguiera hablando. Pero Alberto no volvió a abrir la boca, se limitó a mirarla con esos ojos negros que a ella se le antojaban tan profundos y desafiantes, así que al final respondió.

- ¿Estás seguro?
- Claro-dijo él. Aunque no lo estaba.

Marga no sabía mucho del pasado de Alberto. En esos días apenas habían hablando de historias del ayer, se habían centrado en compartir los momentos que estaban viviendo como uno de esos regalos que ya nunca se esperan. Pero sí podía intuir que había tenido problemas en su relación anterior, con una mujer que había vivido con él, en su casa. Por eso la propuesta la dejó algo insegura, preguntándose si Alberto se sentía de alguna manera obligado a abrirle esa parte de sus adentros, pero sin ganas.

- ¿No está un poco lejos? -le sondeó.
- Qué va, he traído la moto.

Sonrió. Y en esos labios curvados Marga adivinó un conato de súplica y de alguna manera supo que Alberto quería que ella conociera su casa. Ese museo del pasado y de la soledad en el que se había convertido su pequeño apartamento. Marga entrelazó sus dedos con los de él, y tiró de él para ponerse en marcha.

Cuando sacó las llaves y las introdujo en la cerradura, lo oyó respirar con fuerza. Estaba nervioso, y Marga sólo quería abrazarlo y decirle que todo iría bien. Pero todavía no habían llegado a esos niveles de confianza, y Alberto seguía siendo, en parte, un desconocido. Cada vez que pensaba en él no podía evitar imaginarlo con el jersey negro de cuello alto con el que lo conoció hacía meses, y embutido en el cual desapareció del taller de escritura pensando ella que jamás volverían a encontrarse. Y allí estaba, dejando que sus dedos se aventuraran por su barba cuidada, que le daba un tono más joven, aunque fuera extraño, y permitiéndose el privilegio de mirarlo fijamente a los ojos y quedarse en silencio adivinando qué se escondería detrás de aquel hombre de 36 años que parecía tan reticente a conocerla pero que no quería dejar de conocerla. ¿La soledad puede ser acaso autoimpuesta? Ella se dijo que no volvería a amar, y así había sido. Sin embargo, Alberto le presentaba un reto, un pozo enigmático en el que quería zambullirse sin salvavidas. La idea la asustaba; no quería sufrir. Pero, al mismo tiempo, la curaba; quería querer.

Alberto abrió la puerta y Marga sintió que estaba invadiendo un espacio de su intimidad que pocos habían conocido antes. Su apartamento, pequeño y diáfano, con una humilde cocina americana y una estantería llena de libros y películas que separaba la cama de la pequeña sala de estar, le habló de compromiso. Pero también de un corazón roto, de espacios vacíos y densos silencios llenos de angustia.

- Tienes una cama de matrimonio. ¡Qué suerte! Yo siempre he querido...

Marga se frenó. Vio cómo cambió el semblante de Alberto y supo que había metido la pata. ¿En qué?

- Alberto -lo cogió de la mano de nuevo-. No quiero decir que quiera invadirte, sólo comentaba, no sé, era por decir algo... Me gusta cómo tienes esto.

Él sonrió con esa amargura que parecía inherente a él, y acercó su nariz a su pelo como había hecho cuando se reencontraron en el tren de cercanías. Ella sintió esa calidez extendiéndose por todo su ser y cerró los ojos sin prisa, sólo quedándose con el momento.

- Quería hacer esto-dijo él.

Ella asintió, y esperó. No quería agobiarlo, quería que él marcara la parte del camino de sus entrañas que ella pudiera recorrer. Quería reparar esa amargura, volverla vacío con sus manos, darle brillo a esos ojos negros que prometían tanto y contaban haber sufrido tantísimo.

Y Alberto pareció agradecérselo. Fue hasta la cama, se sentó en ella y esperó a que Marga se acercara y se sentara a su lado, manteniendo la distancia adecuada. Lo soltó casi sin pensar:

- Mi mujer se fue a los tres meses de casarnos.

Marga se quedó helada. No esperaba una revelación tal y tan de golpe. Lo observó hundir la mirada en la alfombra y se pidió calma, para darle una contestación que pudiera reconfortarlo. Quería saber más, quería conocer más, pero no podía precipitarse. Desechó entonces valerse de las palabras y se aproximó a él, se apoyó en su espalda y lo rodeó con los brazos para apoyar su cabeza en el cuello de Alberto. Él se dejó invadir y agradeció el asedio sanador.

- ¿Tanto roncas...?-preguntó ella tras un par de minutos en silencio.

Soltó una risa sin forzarla y tocó los brazos de Marga mientras comenzaba a besarlos. Se volvió para mirarla a los ojos y apoyó la palma de su mano en su mejilla. Quería sentir que la sujetaba, que la tenía, sólo para poder sentir en contrapartida que ella lo sostenía a él. Quería dejarse sostener, a pesar de todo.

Entonces la besó. Con delicadeza y lentitud, la besó queriendo hacerlo, dejándose invadir por la sensación de querer hacerlo, y tras ella llegó la de tocar su piel, y tumbarse con Marga, y contarle historias y que ella se las contara a él.

Había pasado demasiadas noches atemorizado de ocupar los dos lados de la cama. Ahora quería ocuparla entera.

Sólo quería que ella estuviera allí. Con él.


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