miércoles, 28 de marzo de 2012

Si algo puedo echar de menos al año que viene, aparte de la cercanía que deriva de vivir aquí -y la consiguiente crispación-, van a ser mis visitas furtivas a la terraza. Escaparme de noche y quedarme unos minutos inmóvil en la oscuridad. En la azotea no existen malas miradas, ni tampoco superioridades o inferioridades. Las baldosas desiertas son como un remanso de paz. Llamadme loca, pero acudir y sentarme en el suelo consigue calmarme. Tal vez es porque la mayor parte de los acontecimientos que marcaron mi año pasado sucedieron ahí. En la terraza fue donde Carlos y yo nos refugiábamos, donde compartí humo con otra boca y adonde acudí sangrante y sujetando el móvil con manos temblorosas porque acababa de destrozar la mitad de mi vida, teniendo que aceptar que dejar de amar podía ser perfectamente real.

Pero no sólo las noches clandestinas. También los ratos de sol y el sentimiento de completa inutilidad al dejar que los rayos del astro rey me coman poco a poco la piel. Las cervezas y las mantas azules soportando nuestros improvisados picnics. Tomarme un respiro y salirme a llenarme los pulmones, mientras en Getafe atardece hasta el punto de terminar ardiendo. Rendirle homenaje a la persona que se llevó parte del cielo que me cubría cada 17 de marzo.

Parece una tontada, pero por cosas como estas somos seres humanos. Supongo. Humanos, al fin y al cabo.

jueves, 22 de marzo de 2012

Los nervios de sentir al público al otro lado del telón son el preludio del alma dejada en el camerino. Salir desnuda para llenarme del personaje que tengo que interpretar justo en el segundo en que se me corta la respiración y tengo que decir la primera palabra. Y, ya con Boccaccio en los labios, hacer lo que marcaron el ensayo y los textos. Qué más da si toca gemir, llorar, reír a carcajadas, reírme del público, meterme en la cama con alguien o salir a bailar como nunca pensé. Ya no soy yo, desde el mismo segundo en el que se abre el telón. Vivo otras vidas e intento que la gente las viva conmigo. Qué más da, si no soy yo, si me he dejado la piel en el camerino para cubrirme de la esencia de un ser etéreo que se apodera de mí durante esos minutos. Qué más da, si no era yo... Y ahí estaba precisamente la gracia. La magia.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Le tiembla la mano. Jamás un simple teléfono le ha resultado tan amenazador como en este momento. Marca el número apuntado en una servilleta que debería haber tirado cuando todavía estaba a tiempo. Está perdido. Sus dedos se han convertido en hielo, pero aun así completa la frágil serie numérica que va a acabar con él. Está seguro que su aliento saldría en forma de vaho a pesar del calor que hace afuera. Así de congelado tiene el miedo aferrado a las paredes de su cuerpo. Un tono. Dos. Ya no hay vuelta atrás. Tenía que ocurrir. Tres. Un ligero golpe sordo. Su esperanza de que la llamada quedara en el olvido de una habitación vacía se ha esfumado.

- ¿Sí?

Le toca hablar. Vamos. Ahora. Contesta.

- No me has llamado... -. Silencio. Voz firme, mantén la voz firme.- Dijiste que lo harías.
- Bueno... -. Le llega su voz. Femenina, lasciva, lacerante. Peligrosa e irresistible. Adivina una sonrisa al otro lado de la línea.- Así es más divertido. ¿No?

domingo, 18 de marzo de 2012

A veces ocurre. Sabían que iba a ser una gran noche. A veces el componente que hace destacable la madrugada es este, el cosquilleo en los nudillos y las miradas de rabia. Se reúnen y van a buscar a los otros; es sencillo y puede ocurrir cualquier fin de semana. Podían considerarlo una rutina, una rutina que realmente los divertía. A algunos, porque otros simplemente se dejan llevar.

La calle está desierta y sólo se escuchan las ganas que retienen en cada respiración. Apenas hay espacio entre los dos grupos de gente, todos atentos, esperando la señal. Algunos aprietan los puños y otros acarician lo que han podido pillar, lo que esconden cuando la policía acecha y se reconfortan con el tacto metálico antes de lanzarlo contra un estómago o una mandíbula. No sienten frío, sólo la espera. Todos aguardan a la sombra del vaticinio de lo que será otra pelea callejera para el periódico, otra lucha de ideas para ellos. La sangre y los golpes son sólo el medio para demostrar que el otro está equivocado.

Ya casi está. Los tobillos se balancean, inquietos, y otros tararean canciones en sus cabezas porque están muertos de miedo pero no se les puede notar. Si quieren seguir, tienen que estar ahí, pase lo que pase. El punto de tensión se hace atractivo y cuando parece que todo va a comenzar se corre la voz. No lo van a hacer.

- ¿Qué coño pasa?
- Que nos largamos. Venga.
- Pero, ¿tú estás gilipollas? ¿Cómo nos vamos a ir? Vamos a quedar como unos mierdas.

El que protesta, lleno de furia, se fija en el otro grupo y se percata de que también hay movimiento en él. La misma confusión, la misma rotura de rutina. No lo entiende, pero lo ha dicho él. Él, cuyas palabras acatan, el que los guía, el que los había traído esta noche para llenarse de adrenalina y de gloria. ¿Todo para marcharse?

- Vámonos.
- ¡No podemos irnos ahora, joder! -. Otras voces se unen a la protesta.
- No me toquéis los huevos. Nos vamos y punto. No me cabreéis.

Su voz corta, hiela las venas del resto mostrándoles que no son tan valientes. El otro grupo se está alejando, y se puede ver que hay agitación, que unos quieren marcharse y otros no. Que están exactamente igual.

- A tomar por culo. Haz lo que te dé la puta gana, pero a mí no me llames para luego pirarnos así. A ver qué nos cuentas luego con tu labia de mierda.
- Eh. Vale ya-. Otro lo corta, temeroso. Pero el caso es que él está en silencio. Atiende a las palabras de reproche de su compañero pero no replica. Sabe que tiene razón, y por dentro está ardiendo de furia e indecisión. Pero no podía continuar. Así que da media vuelta y comienza a caminar distraidamente, sin importarle si le siguen o no. Saben que, aunque se queden en mitad de la calle, no va a pasar nada.

***

Está amaneciendo y ella le da vueltas a un café en un bar de mala muerte que está ya abierto para acoger a esos restos nocturnos que siguen vagando ya pasada la hora habitual. Parece que la madrugada queda muy lejos pero en realidad sólo han pasado unas horas. Todavía sigue maldiciendo; ha quedado como una cagada, y no ha tenido huevos de abrir la boca para explicar por qué. Nada. Silencio. El silencio más cobarde a los ojos de los suyos.

Él corta sus pensamientos entrando al bar. Los pocos que ocupan los taburetes de la barra se le quedan mirando y cuando se sienta en la mesa, enfrente de ella, analizan a ambos con una mueca entre asqueada y temerosa. Los ojos de los mirones se detienen en sus botas abultadas, adivinando el acero que se esconde en las puntas.

- Bonito peinado.

Ella no sabe cómo tomárselo. Lo mira desconfiada, no sabe qué más debería hacer. Se pasa la mano por la nuca rapada hasta llegar al flequillo recto y las patillas que le caen a cada lado del rostro. Será gilipollas: ya se está metiendo con ella.

- No creo que a ti deba gustarte mucho.
- Bueno, no te queda mal.

Se quedan en silencio mientras la cucharilla sigue moviéndose dentro de la taza de café. Por sus ojos pasan cientos de recuerdos de años atrás, en cuyas imágenes siempre salen ellos dos. Ellos dos. Juntos. Irónicamente juntos.

- Mírate, eres idiota. Te tenía que ver hoy. Mira que eres tonto-. Siempre que estaba nerviosa lo insultaba, y se siente desprotegida optando por el mismo mecanismo tantos años atrás. Como si no hubiera pasado el tiempo. ¿Pero cómo no iba a pasar? Sólo había que verlos.
- A ti y a tu grupo no os había visto nunca, y nosotros nos movemos bastante por ahí. Así que relájate. No ha pasado nada, ¿no?
- No, pero vamos...
- No hemos podido. Eso es todo, vamos a ser francos.

La mente de ella va a explotar. Él no ha cambiado. Sigue hablando tranquilo, escogiendo las palabras adecuadas, con ese halo de infinita madurez y entrecerrando ligeramente los ojos.

- Tantos años sin saber de ti y cuando te veo... Joder.
- Joder, ¿qué?
- Que te has convertido en un nazi de mierda. ¿Pero cómo es posible?
- Ha pasado mucho tiempo. Mi historia no diferirá mucho de la tuya-. La mira de arriba a abajo.

Se quedan en silencio y ella se bebe el café de un trago. Deja la taza con violencia y lo mira a los ojos. Está furiosa.

- En fin. Se supone que tenemos que odiarnos.
- Lo sé. ¿Vamos a poder?
- Sólo podremos saberlo la próxima vez que nos veamos.

Y se va. Dejándolo sentado en el bar y sintiendo cómo comienza a difuminarse la pintura en sus ojos. Se va con pasos rápidos porque sabe que si se detiene se arrepentirá. Sale a la calle recién despierta y mientras piensa en esos ojos entrecerrados espera, e implora, no volver a verlos en muchos otros años. A veces ocurre: el pasado vuelve y te pilla desarmado, llenándote de golpes.

jueves, 15 de marzo de 2012

La literatura debe ser un arte libre. Y, de hecho, lo es. Pero este hecho no engloba sólo la subjetividad y las palabras que escoges, sino también la justicia que aplicas a la realidad. Escribir es, de alguna manera, perpetuar un acontecimiento, un pensamiento, una metáfora. Hacer sólido lo etéreo. Alguien dijo que la inmortalidad sólo se consigue escribiendo y siendo leído todavía después de muerto -lo mismo que, creo yo, ocurre con el cine-. Si lo consigues serás eterno.
Es manejar la realidad. Someterla al criterio propio y eso está bien, pero... Al escribir sobre otras personas, ¿les haces justicia o sólo estás homenajeándote a ti mismo y a la imagen que tienes de ellas? La sinceridad puede ser la llave de muchas cosas, pero no estás obligado a seguirla.

Que escriban sobre ti es bonito hasta que no te gusta el tono, y las palabras hieren justo debajo de las uñas. ¿Por estar escrito tiene que ser cierto? Piensas: yo no soy así. Pienso, no es tan fácil como escribes, ojalá lo hubiera sido. Despertarme un día y saber que ya no te quería. Reducirlo todo a una decisión y no a más de diez meses de angustia y tristeza pesada que despertó todas las alarmas. De un verano que dolía y una vida que de repente era mía pero que no quería porque se me había marchado la mitad y yo no era capaz de llenarla. Si había sido hasta entonces dos personas, ¿cómo podía volver a ser una?

Ojalá hubiera sido tan fácil como escribes. Y ojalá encuentres a alguien que te lea como te he leído yo, que aquí sigo, meses después, leyendo en silencio a pesar de que hoy tus palabras más oscuras llevan mi nombre. En realidad, me fui hace tiempo. Mi desintegración se produjo durante todos y cada uno de los días que conformaron las semanas en las que no me quedó otra que aceptar que ya no te amaba como antes. Y había sido tan fácil hacerlo que la incomprensión era mayor si me paraba en la injusticia de perder el único sentimiento puro y propio que he creado en toda mi existencia. Mi desintegración continuó en los meses de herirnos, mentirnos, huir de ti, no encontrarme a mí misma, los No gastados en mis labios y mis manos temblando del frío de no querer tenerte. De no querer, aun teniéndote.

lunes, 12 de marzo de 2012

Cuando salgo a correr parece que nos veo y mira que me jode. Al pasar por el campo de hierba que está al lado del parque y en el que hay gente entrenando cada tarde. Nos veo muertas de frío en enero y de calor en mayo, con pantalón corto y polo sin mangas y las espinilleras sin abrochar porque éramos unas vagas en el calentamiento.

Mientras corro y la música suena en mis oídos repaso los movimientos, los tipos de pase, las jugadas en mi cabeza, y también me acuerdo de todo. De la rivalidad del principio entre nosotras y de cuando no nos quedó otra que juntarnos para formar un equipo más grande. Del descrédito de ser el único equipo femenino de la liga y de la falta de compenetración que acababa matándonos en cada partido. De los entrenamientos desiertos y los cabreos en el campo porque la que no estaba ahí para correr se podía volver a su casa.

Pero también recuerdo las risas y los pases que comenzaban a formar jugadas entre nosotras. De Astrid, una de las porteras más codiciadas, y el golpe que le daba en el casco al principio de cada partido como ritual. Me acuerdo de los nervios en los segundos anteriores a que el silbato sonara y de la adrenalina de perseguir la pelota. De la incertidumbre de cada penalti-corner que teníamos que defender y ya no digo nada de cuando me tocaba sacar uno. También me viene a la mente la satisfacción de ver que cambiaban de banda al delantero que yo no estaba dejando llegar a portería y cortar al contrario con el palo pegado al suelo, agachada, sin cesar el acoso. Mantenerte pegada al rival, meter el cuerpo, aguantar codazos y soltar improperios cuando la bola te daba en el pie, te destrozaba y encima era falta tuya.

Simplemente la rutina de acudir al campo cada domingo temprano a pesar de los posibles estragos del día anterior. El orgullo de cortar una bola y de hacer un látigo de revés perfecto. El cansancio y la ausencia de cambios en el banquillo, pero daba igual porque había que continuar sí o sí. Mis pensamientos casi siempre acaban en el último partido, en el chaval con más cuerpo y más fuerza de la liga, a un metro de mí, golpeando la bola con instintos asesinos y el sonido sordo en mi cabeza. Verme en el suelo, la sangre y mi empecinamiento en que tenía que seguir jugando. Andrés, mi entrenador, mareándose cuando me pusieron las grapas y las risas, las risas siempre hablando con él, contándome sus excesos, su fin de semana y en fin...

Tantos ridículos momentos que se echan de menos. Lo más banal, lo más puramente cotidiano. La suerte de practicar un deporte que te gusta, y el desafortunado sentimiento de echarlo de menos. Sobre todo cuando salgo a correr, eterno aburrimiento, y no puedo dejar de pensar que yo lo que quiero es sentir la madera cascada entre las manos y perseguir la bola. Solamente eso.

martes, 6 de marzo de 2012

Un lunes de casi hace un año, cuando decidí volverme a Zaragoza porque acababa de romper con la mitad de mi existencia, llamé a su puerta. Me abrió y le dije que me daban igual las clases, las notas, las prácticas, Madrid y en general mi vida... Que me iba. Ella tomó entre sus manos mi voz temblorosa y me sentó en su cama. Sin más, me dejó hablar. Y su experiencia reciente se reflejó en el cristal de sus ojos, titilante mientas yo le hablaba de cómo me sentía una segadora de vidas despiadada.

Más tarde, mientras casi me metía en vena una tila, yo oía su voz. En el comedor de la residencia iba y venía gente, pero yo no atendía a nada. Tampoco la escuchaba, pero sí recuerdo el timbre de su voz. En guardia, sujetándome, sin flaquear, simplemente llenando mis oídos de una esperanza que yo creía perdida para siempre.

Y hoy aquí estamos. Celebrando sus veinte años a las seis de la tarde a golpe de chupito de ron, igual que celebramos los míos en plena madrugada de exámenes, esta vez con whisky. Hablando de todo y sobre todo escuchándonos, tomándonos con calma, conviviendo de una manera tan sencilla que parece irreal. No faltan las risas y las situaciones a las que nos sometemos y que nadie en esta residencia sospecharía nunca. No falto yo sentada en su cama nada más levantarme si la noche anterior me ha pasado algo, la bromas sobre el cine y la música, los paseos por Madrid y las cañas renegando de Mahou siempre que podemos.

Hoy es su día. Pero el mío es siempre por la suerte de habernos encontrado. Felices veinte, Blanche.

lunes, 5 de marzo de 2012

En la guerra no puede ganar nadie. Nadie que la haya vivido en primera persona. Porque al final son todo pieles atravesadas por balas y sangre que se mezcla en la tierra sin importar a quién pertenecía, y mucho menos en qué creía. Por qué luchaba. Las vidas se quedan en el campo de batalla y, ¿cómo pueden ganar así? Dejándose trozos de sí mismos allá donde queda un cuerpo destrozado. La guerra sólo la ganan los que no la han vivido y no alcanzan a comprender la magnitud del peligro. De la muerte tan cercana que se convierte en algo cotidiano.

***

En 2007, un pelotón de soldados estadounidenses fue mandado a uno de los lugares más peligrosos de Afganistán, Korengal Valley. Se iniciaba así un despliegue que duraría quince meses y en el que los soldados consiguieron asentar una base que llamaron Restrepo, en honor a un compañero caído durante los primeros meses, Juan "Doc" Restrepo. Korengal Valley se presentó efectivamente como una de las zonas más peligrosas, un valle entre colinas desde las cuales podía abrir fuego el enemigo constantemente. Cuando los supervivientes volvieron a sus casas, en agosto de 2008, las autoridades estadounidenses se encontraron con que no sabían cómo tratar con ellos. Los soldados que volvían de Korengal Valley, de Restrepo, mostraban desórdenes emocionales equiparables a los que presentaron los soldados que volvieron de la Segunda Guerra Mundial y de Vietnam.

Desde que el Pentágono lo propusiera, el periodismo de guerra que antaño había sido libre comenzó a convertirse en lo que se denominó periodismo empotrado (embedded journalism). Los periodistas debían, desde entonces, ejercer su trabajo junto a un ejército implicado en el conflicto a cubrir. Así, los profesionales de la comunicación ganaban protección; así, también, el gobierno se ahorraba los desafíos y problemas que las mentes ávidas de verdad de los periodistas causaban habitualmente.

Sebastian Junger, periodista que casi obligó a Vanity Fair a que lo enviaran a Korengal Valley, y Tim Hetherington, aclamado reportero de guerra, fueron empotrados con el pelotón que levantó Restrepo. De los quince meses de convivencia con los soldados estadounidense sacaron Restrepo (2010), un documental sobre la vida en Korengal Valley. El documental es un retrato sobre los días en Restrepo, pero sobre todo pone al descubierto los riesgos del periodismo empotrado y el valor que es intercambiado sólo por enseñar, mostrar, hacer que se conozca la verdad de manera fiel.

Tres años después de Restrepo, Tim Hetherington fue asesinado en Libia por fuerzas leales a Gadafi. Al parecer, en los últimos años los periodistas, empotrados y emparentados por tanto con un ejército y sus intenciones, se han convertido en uno de los objetivos de ataques por parte de, por decirlo así, el enemigo. Es uno de los riesgos de mayor magnitud que ha derivado del periodismo empotrado. A diario se juegan la vida periodistas y fotógrafos cuya pasión es esa, exponerse si es necesario a cualquier peligro con tal de informar o mostrar lo que consideran que debe ser sabido. Gente valiente que puede arriesgar un brazo por un plano que ha tardado dos horas en conseguir y que en pantalla se consumirá en dos segundos. Gente que ve a compañeros morir, como Sebastian Junger, y que aun así no flaquea. Y sigue pensando que merece la pena.

Hay cosas que estudiemos lo que estudiemos y asistamos a las clases que asistamos... No nos puede enseñar un manual.

jueves, 1 de marzo de 2012

Habría silencio si no se escuchara el pesado sonido de sus respiraciones. Él, indeciso y lleno de rabia, la mira con violencia infinita y el aliento agitado. Ella, inmóvil en la silla, intentando sentirse confusa pero sabiéndose culpable de lo que se le acusa. Muerta de pánico, tragándose los sollozos porque tiene miedo de que uno de ellos accione el gatillo.

- Si es que ya me decían lo puta que eras.
- Por favor...

Los ojos dementes de él le imponen silencio. Una palabra de más o una de menos y estará perdida. Él siempre ha sido impredecible, pero esto... Se fija en su mano, que tiembla en torno al revólver y por un segundo cree que esa convulsión es su esperanza. Se siente imbécil. La esperanza en esas ocasiones está de copas, no con ella. Respira.

- ¿No vas a decir nada? ¿Encima te quedas callada? ¿Te crees que soy gilipollas o qué pasa?
- ¿Pero qué-qué quieres... que diga?
- No sé. Joder. ¿Que lo sientes? ¿Que lo hacías para reírte de mí? Cualquier tontería me vale, pero...

Nota el sabor de la sangre en la boca porque lleva rato mordiéndose los carrillos fuertemente. Ella, que era su vida, que lo era todo, en los brazos de otro. Piensa en su cama, en la que hicieron suya vertiendo su sudor entre las sábanas y siente una repulsión que lleva a una parte de su cuerpo: sus dedos. Un movimiento y podrá escribir la palabra venganza con su sangre. ¿Pero eso quiere?

Ella ha roto a llorar y no puede articular palabra. ¿Qué va a decir? Sabe que es verdad, se divertía y ahora... Fantasea con una llamada de teléfono, el sonido del timbre, un segundo de distracción. Lo mira con los ojos enrojecidos. Consigue hablar.

- ¿Pero... qué?
- Quiero la verdad.

¿La verdad? Pero si ya la sabe.

- Quiero la verdad o te vuelo la cabeza ahora mismo.