Un lunes de casi hace un año, cuando decidí volverme a Zaragoza porque acababa de romper con la mitad de mi existencia, llamé a su puerta. Me abrió y le dije que me daban igual las clases, las notas, las prácticas, Madrid y en general mi vida... Que me iba. Ella tomó entre sus manos mi voz temblorosa y me sentó en su cama. Sin más, me dejó hablar. Y su experiencia reciente se reflejó en el cristal de sus ojos, titilante mientas yo le hablaba de cómo me sentía una segadora de vidas despiadada.
Más tarde, mientras casi me metía en vena una tila, yo oía su voz. En el comedor de la residencia iba y venía gente, pero yo no atendía a nada. Tampoco la escuchaba, pero sí recuerdo el timbre de su voz. En guardia, sujetándome, sin flaquear, simplemente llenando mis oídos de una esperanza que yo creía perdida para siempre.
Y hoy aquí estamos. Celebrando sus veinte años a las seis de la tarde a golpe de chupito de ron, igual que celebramos los míos en plena madrugada de exámenes, esta vez con whisky. Hablando de todo y sobre todo escuchándonos, tomándonos con calma, conviviendo de una manera tan sencilla que parece irreal. No faltan las risas y las situaciones a las que nos sometemos y que nadie en esta residencia sospecharía nunca. No falto yo sentada en su cama nada más levantarme si la noche anterior me ha pasado algo, la bromas sobre el cine y la música, los paseos por Madrid y las cañas renegando de Mahou siempre que podemos.
Hoy es su día. Pero el mío es siempre por la suerte de habernos encontrado. Felices veinte, Blanche.
1 comentario:
Preciosa amistad, te envidio de manera sana, cuidala.
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