domingo, 18 de marzo de 2012

A veces ocurre. Sabían que iba a ser una gran noche. A veces el componente que hace destacable la madrugada es este, el cosquilleo en los nudillos y las miradas de rabia. Se reúnen y van a buscar a los otros; es sencillo y puede ocurrir cualquier fin de semana. Podían considerarlo una rutina, una rutina que realmente los divertía. A algunos, porque otros simplemente se dejan llevar.

La calle está desierta y sólo se escuchan las ganas que retienen en cada respiración. Apenas hay espacio entre los dos grupos de gente, todos atentos, esperando la señal. Algunos aprietan los puños y otros acarician lo que han podido pillar, lo que esconden cuando la policía acecha y se reconfortan con el tacto metálico antes de lanzarlo contra un estómago o una mandíbula. No sienten frío, sólo la espera. Todos aguardan a la sombra del vaticinio de lo que será otra pelea callejera para el periódico, otra lucha de ideas para ellos. La sangre y los golpes son sólo el medio para demostrar que el otro está equivocado.

Ya casi está. Los tobillos se balancean, inquietos, y otros tararean canciones en sus cabezas porque están muertos de miedo pero no se les puede notar. Si quieren seguir, tienen que estar ahí, pase lo que pase. El punto de tensión se hace atractivo y cuando parece que todo va a comenzar se corre la voz. No lo van a hacer.

- ¿Qué coño pasa?
- Que nos largamos. Venga.
- Pero, ¿tú estás gilipollas? ¿Cómo nos vamos a ir? Vamos a quedar como unos mierdas.

El que protesta, lleno de furia, se fija en el otro grupo y se percata de que también hay movimiento en él. La misma confusión, la misma rotura de rutina. No lo entiende, pero lo ha dicho él. Él, cuyas palabras acatan, el que los guía, el que los había traído esta noche para llenarse de adrenalina y de gloria. ¿Todo para marcharse?

- Vámonos.
- ¡No podemos irnos ahora, joder! -. Otras voces se unen a la protesta.
- No me toquéis los huevos. Nos vamos y punto. No me cabreéis.

Su voz corta, hiela las venas del resto mostrándoles que no son tan valientes. El otro grupo se está alejando, y se puede ver que hay agitación, que unos quieren marcharse y otros no. Que están exactamente igual.

- A tomar por culo. Haz lo que te dé la puta gana, pero a mí no me llames para luego pirarnos así. A ver qué nos cuentas luego con tu labia de mierda.
- Eh. Vale ya-. Otro lo corta, temeroso. Pero el caso es que él está en silencio. Atiende a las palabras de reproche de su compañero pero no replica. Sabe que tiene razón, y por dentro está ardiendo de furia e indecisión. Pero no podía continuar. Así que da media vuelta y comienza a caminar distraidamente, sin importarle si le siguen o no. Saben que, aunque se queden en mitad de la calle, no va a pasar nada.

***

Está amaneciendo y ella le da vueltas a un café en un bar de mala muerte que está ya abierto para acoger a esos restos nocturnos que siguen vagando ya pasada la hora habitual. Parece que la madrugada queda muy lejos pero en realidad sólo han pasado unas horas. Todavía sigue maldiciendo; ha quedado como una cagada, y no ha tenido huevos de abrir la boca para explicar por qué. Nada. Silencio. El silencio más cobarde a los ojos de los suyos.

Él corta sus pensamientos entrando al bar. Los pocos que ocupan los taburetes de la barra se le quedan mirando y cuando se sienta en la mesa, enfrente de ella, analizan a ambos con una mueca entre asqueada y temerosa. Los ojos de los mirones se detienen en sus botas abultadas, adivinando el acero que se esconde en las puntas.

- Bonito peinado.

Ella no sabe cómo tomárselo. Lo mira desconfiada, no sabe qué más debería hacer. Se pasa la mano por la nuca rapada hasta llegar al flequillo recto y las patillas que le caen a cada lado del rostro. Será gilipollas: ya se está metiendo con ella.

- No creo que a ti deba gustarte mucho.
- Bueno, no te queda mal.

Se quedan en silencio mientras la cucharilla sigue moviéndose dentro de la taza de café. Por sus ojos pasan cientos de recuerdos de años atrás, en cuyas imágenes siempre salen ellos dos. Ellos dos. Juntos. Irónicamente juntos.

- Mírate, eres idiota. Te tenía que ver hoy. Mira que eres tonto-. Siempre que estaba nerviosa lo insultaba, y se siente desprotegida optando por el mismo mecanismo tantos años atrás. Como si no hubiera pasado el tiempo. ¿Pero cómo no iba a pasar? Sólo había que verlos.
- A ti y a tu grupo no os había visto nunca, y nosotros nos movemos bastante por ahí. Así que relájate. No ha pasado nada, ¿no?
- No, pero vamos...
- No hemos podido. Eso es todo, vamos a ser francos.

La mente de ella va a explotar. Él no ha cambiado. Sigue hablando tranquilo, escogiendo las palabras adecuadas, con ese halo de infinita madurez y entrecerrando ligeramente los ojos.

- Tantos años sin saber de ti y cuando te veo... Joder.
- Joder, ¿qué?
- Que te has convertido en un nazi de mierda. ¿Pero cómo es posible?
- Ha pasado mucho tiempo. Mi historia no diferirá mucho de la tuya-. La mira de arriba a abajo.

Se quedan en silencio y ella se bebe el café de un trago. Deja la taza con violencia y lo mira a los ojos. Está furiosa.

- En fin. Se supone que tenemos que odiarnos.
- Lo sé. ¿Vamos a poder?
- Sólo podremos saberlo la próxima vez que nos veamos.

Y se va. Dejándolo sentado en el bar y sintiendo cómo comienza a difuminarse la pintura en sus ojos. Se va con pasos rápidos porque sabe que si se detiene se arrepentirá. Sale a la calle recién despierta y mientras piensa en esos ojos entrecerrados espera, e implora, no volver a verlos en muchos otros años. A veces ocurre: el pasado vuelve y te pilla desarmado, llenándote de golpes.

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