Si algo puedo echar de menos al año que viene, aparte de la cercanía que deriva de vivir aquí -y la consiguiente crispación-, van a ser mis visitas furtivas a la terraza. Escaparme de noche y quedarme unos minutos inmóvil en la oscuridad. En la azotea no existen malas miradas, ni tampoco superioridades o inferioridades. Las baldosas desiertas son como un remanso de paz. Llamadme loca, pero acudir y sentarme en el suelo consigue calmarme. Tal vez es porque la mayor parte de los acontecimientos que marcaron mi año pasado sucedieron ahí. En la terraza fue donde Carlos y yo nos refugiábamos, donde compartí humo con otra boca y adonde acudí sangrante y sujetando el móvil con manos temblorosas porque acababa de destrozar la mitad de mi vida, teniendo que aceptar que dejar de amar podía ser perfectamente real.
Pero no sólo las noches clandestinas. También los ratos de sol y el sentimiento de completa inutilidad al dejar que los rayos del astro rey me coman poco a poco la piel. Las cervezas y las mantas azules soportando nuestros improvisados picnics. Tomarme un respiro y salirme a llenarme los pulmones, mientras en Getafe atardece hasta el punto de terminar ardiendo. Rendirle homenaje a la persona que se llevó parte del cielo que me cubría cada 17 de marzo.
Parece una tontada, pero por cosas como estas somos seres humanos. Supongo. Humanos, al fin y al cabo.
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