Su presencia era tal que no sabía si las siluetas que rasgaban el horizonte se aproximaban o sus pasos se alejaban cada vez más de los míos. Tan solo podía valerme del agitamiento que caminar provocaba en esas figuras que contemplaba embelasada, respirando esa presencia, llenándome de su esencia hasta que los pulmones me decían basta. La quietud era un regalo que había que aprovechar cerrando los ojos, mezclándote con la atmósfera. Siendo aire. Siendo esa presencia. El cielo había desterrado el azul para tornarse rosa pálido, compartiendo escenario con el paciente gris, el gris tristeza. Pensaba que me sería imposible reconocer a nadie, pero que eso implicaba la ventaja de que a nadie le sería posible reconocerme a mí. El frío se acomodaba con fiereza entre mi estómago y mi cuello, pero yo lo dejaba acomodarse ahí a pesar de que su sigilo hubiera terminado por ser demasiado escandaloso. La presencia me envolvía dándome fuerza en el desaliento, contradictoriamente a lo que suele representar. Unos minutos. Tal vez menos. Pero suficiente para vacíar mi alma de inquietudes en la soledad de la calle desierta. Me sentía dentro de un cuadro que hubiera sido creado con pinceladas escrupulosas, intentando plasmar una realidad caprichosa y que esconde mucho más que lo que el ojo percibe. Como esa presencia, esa niebla. Que puede llegar incluso a ser molesta. Y que inquieta. Pero su lengua me llena de caricias y me sumerge en la invisibilidad de no saber quién soy. De tener mi interior desnudo, rozando casi, casi, el mundo que me rodea. De no saber si esa figura viene o va, engullida por la niebla como está. Alejada de miradas que puedan hacer daño.
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