Renunciar es un verbo que me queda demasiado cercano cuando va ligado al tema económico. Sería tan fácil abrir la cartera y poder pagarme cualquier viaje. Haber nacido con esa mentalidad viajera incansable no me ayuda mucho, sobre todo cuando el viajar se queda exclusivamente en la mente, y debo dejar que salgan los vuelos sin que yo vaya sentada en uno de ellos.
Sé que es el cuento de siempre, el más antiguo que existe, si cabe. Aquel que nunca he tenido problemas no se para a sentirse afortunado; aquel otro que no conoce otra cosa se moriría por poder tener esa fortuna. Es la condena más estúpida y dolorosa que ha inventado jamás el mundo occidental, sobre todo cuando pasa de padres a hijos.
No sé si estoy obrando bien, pero parece que este tampoco va a ser mi año. No va a haber rincones que investigar en ninguna ciudad desconocida, ni momentos de sentirme perdida que queden recompensados por otros mucho más positivos. Sé que algún día llegará, pero he esperado tanto y he tenido que renunciar a tanto que un verano más me hace sentir infinitamente anciana. Aunque sea una tontería.
Sería más fácil si me conformara con lo que hay, con una Zaragoza estática y los conocimientos que puedo encontrar en los libros. De todas formas, no es un drama; conformarme me conformo igual aunque a ratos escueza, y sea entonces cuando tenga que acallar estas ganas locas de conocer otros sitios y perderme para siempre si es necesario en una calle de Edimburgo.