martes, 14 de junio de 2016

viernes, 10 de junio de 2016

Cosas que hacer antes de irse de Madrid.

Salir toda la noche.
Ser las reinas de la pista del Candela.
Desayunar en San Ginés.
Ver amanecer desde el planetario.
Ver atardecer desde las Tetas de Vallecas.
Cenar empanada casera.
Recordar batallitas como si fuéramos viejecitas de 70 años.

Sentirnos (afortunadas).

miércoles, 8 de junio de 2016

Hoy se ha materializado ante mí el equilibrio. Lo he visto, y sé que no he podido disimular que la expresión de mi cara ha cambiado durante esos segundos. Hace años, elaborando el regalo de cumpleaños de un amigo, me topé con una frase de la serie Me llamo Earl que desde entonces no he podido borrar de mi cabeza.
Todo lo que va, vuelve. Haz cosas buenas y cosas buenas te pasarán. Haz cosas malas y volverán para atormentarte.
Por supuesto que es difícil para mí hablar sobre el equilibrio. Todavía algo se retuerce en mis adentros cuando soy consciente de que pasé la mayor parte del año pasado llorando a escondidas; en mis hogares, en el trabajo, en el transporte público. Pero no voy a clamar al cielo. No voy a exigir justicia divina. No voy a culpar al universo de los golpes. Y tampoco voy a proponerme que, si acabo devolviéndolos, no será mi culpa, sino de los que antes me hicieron daño a mí.

De alguna manera, cuando era todavía más inexperta y los sentimientos y las emociones se me desbocaban sin que yo supiera, ni quisiera, tomar el control, me di cuenta de algo revelador para mi vida: sólo voy a estar bien cuando me pare a recomponer mis pedazos. 

Pero me costó. Demasiado, porque en ese proceso soy consciente de que herí a otras personas. Sin embargo, desde entonces no encuentro otra manera de ordenarme y sanarme, de alcanzar la paz. Tuve que dejar de correr. Tuve que obligarme a frenar en seco y enfrentarme a mí misma y a mis circunstancias, aunque a veces duelan demasiado y sea muchísimo más fácil, pero mucho, seguir hacia adelante sin rumbo fijo, simplemente hacia adelante, todo lo rápido que la cordura lo permita, dejando atrás lo que nos atormenta aunque anude nuestro camino.

Si lo alejo, no me afectará.

Pero afecta. Al final siempre acaba volviendo igual que la marea devuelve los objetos que se ha tragado el inmenso mar. Para mí el equilibrio es concentrarme en conseguirlo conmigo, encarando lo que viene. Siempre duelen los golpes, sobre todo los que vienen de puños ajenos, pero estos años me han enseñado que la única manera de seguir adelante es centrándome en lo propio, en mí, en todas mis partes esenciales.

Carmen me decía esta mañana que había leído que las mejores historias son las que nos cuentan lo que ya sabemos. Y tiene razón. Y por eso me gustan tanto las historias de otros, porque a veces subrayan en el momento justo lo que he estado ignorando, por muy evidente que pueda resultar, y hacen que una luz se encienda dentro de mí, ya sea de alerta o de alivio.

Mientras escribo esto recuerdo un capítulo de una serie en el que él, herido por una relación intensa y reciente, discute con ella y defiende su pasividad y su agresividad aludiendo a una supuesta maldición que tiene su familia y que les impone un bloqueo emocional que les impide tener una vida plena. Ella, una chica que está conociendo después de encapricharse de ella rápidamente, le mira decepcionada y le manda un ultimátum:
Esto ha hecho que vea las cosas realmente claras. De todo lo que va mal en tu vida, culpas a alguien: a tu madre, a tu ex, incluso a tu abuelo muerto, joder. Lo cual significa que, si algo va mal entre nosotros, vas a culparme a mí. 
(...)
Mira, te quiero, Cole. Pero no puedo deshacerme de tu "maldición". Tienes que hacerlo tú mismo.


Y, es que, si no nos preocupamos de hacerlo nosotros mismos, de conocernos y encargarnos de lo que somos y alcanzar lo que queremos ser, internamente..., ¿cómo será posible que en el futuro no cometamos los mismos errores una y otra vez? 

lunes, 30 de mayo de 2016

Y que comprendas ahora,
que siempre devuelve el golpe el mar.





Casualidades.

Lo besé despacio, con el sabor del tabaco en la boca. Creo que sólo lo hice porque los dos sabíamos que no nos queríamos y, sobre todo, que no íbamos a querernos nunca. A nuestras espaldas las conversaciones nocturnas apagaban el estruendo de canciones de rock que salía del bar donde habíamos vuelto a encontrarnos, y en medio del amor-odio a las casualidades decidimos sonreírnos y preguntarnos sobre qué había sido de nuestras vidas.

Él era el recuerdo al que recurría siempre que me sentía herida; un rostro sereno y tímido en blanco y negro. Yo para él, sin embargo, seguía siendo aquella chica asustada pero atrevida que conoció en la universidad, y esa noche nos reímos por primera vez de nuestro primer encuentro.

Me pasó el brazo por los hombros y agradecí el gesto apretándome contra su cuerpo y descansando la nariz en el hueco de su cuello, mientras aspiraba su olor. Pensé que podía quedarme dormida así justo cuando él me pasó otro cigarro y yo le regalé las pertinentes marcas de carmín. Seguimos hablando de cine mientras se nos hizo de día y el sol nos dijo que era hora de volver a casa.

Me dejé guiar por su mano, enorme y fría, y después de días agitados me sentí en calma. Le dije que era como mi falso refugio, y él sonrió de nuevo, guapo por dentro y por fuera.

- Casualidades... - me contestó. Y seguimos caminando.

sábado, 28 de mayo de 2016

Alberto sin Marga, y viceversa (III)

Antes de despertar y tomar consciencia de dónde estaba, Alberto ya pudo notar la desolación heladora de su casa. El sol iluminaba el espacio diáfano, pero se negó a salir de debajo del edredón hasta que no se le pasara esa súbita sensación de inmensidad y vacío. Se rió, amargamente: entonces podía estar días metido en la cama.

Pensó que la música lo salvaría, que el trabajo podría ponérselo fácil o que continuar con sus quehaceres cotidianos contribuiría a que el dolor fuera convirtiéndose poco a poco en melancolía. Pero desde hacía días sentía la ausencia de Marga, lacerante, ubicada en un abismo que se le había abierto en medio del pecho.

Se levantó y encendió la cafetera. Segundo a segundo, se autoconvencía de su decisión, repasaba las ventajas y hablaba consigo mismo repitiéndose que la soledad era la mejor opción cuando estaba en riesgo el bienestar de la persona a la que se quería. ¿Hasta qué punto desear la protección de alguien podía suponer apartarlo y ocasionarle dolor? Alberto todavía no había logrado responder esa pregunta; al principio creyó tenerlo claro, pero conforme el reloj se iba desmarcando del momento en el que tomó esa decisión iban creciendo las dudas. Y el miedo, que no se marchaba.

Dio vueltas al café sin azúcar mecánicamente, evitando levantarse y comprobar la ausencia de notificaciones en su teléfono móvil. Al final lo hizo, y comprobó la ausencia de Marga en su teléfono móvil. Además, su apartamento no le daba un solo respiro: los colores y las formas que registraban sus ojos lo devolvían a recuerdos con ella, a todos los momentos que se regalaron desde que él decidió abrirle la puerta de su refugio aun sabiendo que sus heridas no estaban curadas del todo. Pensó que el elixir de Marga le ayudaría, pero al final del camino se había sentido incapaz de sobrellevar sus taras sin sentirse insuficiente para ella.

Recordó el día en el que la trajo a su piso por primera vez, y no pudo evitar que las manos le temblaran. Marga...

Cogió otra vez el teléfono y buscó su número. Dudó sabiendo que no iba a llamarla. Esperó unos segundos.

Volvió a la cama. El café se le quedó frío.

***

La despertaron los latigazos de dolor en las sienes, al ritmo de sus latidos. Pum-pum, pum-pum, pum-pum. Marga no opuso resistencia y dejó que le cayeran un par de lágrimas por las mejillas mientras se incorporaba con cuidado para que no le explotara el cráneo y manchara las paredes de su habitación de sangre y sesos.

Qué resaca, pensó. Qué dolor en el pecho, se respondió a sí misma.

La noche anterior había salido para no quedarse en casa y sus pocas ganas de divertirse, unidas a las semanas tranquilas en las que apenas había probado el alcohol, fueron la ecuación perfecta para que su jaqueca fuera equivalente a su apatía.

Miró el teléfono por pura costumbre sin poder esquivar pensar en Alberto y en que desde hacía días no sabía nada de él. No obstante, sabía que iba a seguir así. Lo tuvo claro desde el principio, cuando vio la firmeza en sus ojos, y no se resistió a retenerlo porque habría sido absurdo. ¿Qué sentido tiene sujetar a una persona que quiere irse? La única manera de salir adelante era afrontar ese dolor sordo y dejar atrás la rabia a golpe de simplificación: dos personas no deben estar juntas si una de ellas no quiere.

Pero ni siquiera el estoicismo es imperturbable del todo.

Cuando se reencontró con Alberto se negó a creer en la magia. Sin embargo, el paso de los días y el hecho de caer en la trampa de querer interpretar las señales la habían conducido a dejarse arrastrar por ese pozo de misterio sin fondo que eran Alberto y sus ojos negros y llenos de miedos y ganas, en batalla constante. ¿Cuándo puede saber uno si está de verdad preparado para amar?

Marga abrió el cajón donde guardaba las medicinas y se levantó para desayunar, pero a mitad de pasillo se detuvo, entró a la cocina únicamente para coger un vaso de agua y se volvió a su habitación. Su estómago no iba a quejarse: llevaba días sin sentir una pizca de hambre.

Se tragó un par de pastillas y cerró los ojos, muy inmóvil, para evitarse en todo lo posible el dolor de cabeza. Sintió la ansiedad que le provocaba la necesidad de calma, y se tapó con las sábanas, deseando que ojalá algo tan simple pudiera curar también el frío por dentro.


domingo, 22 de mayo de 2016

Arañazos.

Parece que no.
Que no existían esas fórmulas.
Que a veces es mejor derivarse a la filosofía y hacerle caso a aquellos de la escuela de Ockham que opinaban, como él, que la respuesta más sencilla suele ser la más probable.

Todavía no sé si existen esas fórmulas.
Pero sí
-porque los noto-
estos arañazos que duermen conmigo desde hace días.
Los siento
protegidos por las paredes de mi cuerpo.
La intranquilidad,
los coletazos de ansiedad,
la tristeza muda y gritona,
el amargor de no querer dedicarle tiempo a la comprensión.
El tiempo
que implora
paciencia.
Paciencia.
Lo único a lo que puedo agarrarme ahora,
en estos días,
estas horas envenenadas,
la promesa de que si aguanto todo irá mejor,
si respeto todo irá mejor,
si guardo silencio todo irá mejor.

Y así.
Continúa la tempestad en mis adentros,
acallada,
destemplada,
desgarrada a arañazos de nostalgia,
de recuerdos,
de preguntas,
de tequieros que hasta hace poco existían.

Pero ahora no.
Como esas fórmulas.

Ahora sólo existen estos arañazos,
socavando mi piel,
disputándose el control de mi alma,
re-herida,
re-deshecha,
re-desengañada,
re-entristecida,
pero, aun así, aunque no cure esos latigazos sanguinolentos,
orgullosa
de la valentía
-una vez más
(valentía de mierda, de qué sirves cuando los silencios arañan)-.


La esperanza
de que el tiempo sanará esta incertidumbre
me golpea
y
hace que me sienta de nuevo engañada,
desmerecida
y, tal vez, equivocada.

Paciencia.
Mientras desenrollo las vendas que guardé no hace mucho
-menos mal que las conservo-
y espero a que los arañazos cesen.
Y se lleven,
así,
esta negrura de desencanto.

lunes, 16 de mayo de 2016

Mi piel en silencio grita: "Sácame de aquí"

Cae la piel rota
dejando al descubierto la otra 
con más brillo que la que cae 
porque algo está alimentando. 

viernes, 13 de mayo de 2016

Hace casi un año alguien usó justo este texto, entre otras cosas, para mover mis hilos al compás de un dolor tan intenso que todavía hoy, a ratos sordos, hace que me sangren las costuras. Pero después de 365 días desde ese paseo nocturno, y de muchísimos otros, sólo puedo sonreír y sentirme contenta al seguir diciendo bien alto: "Sigo aquí".

Y, por suerte, más sana y más cuerda.

Caminar de noche a solas por las calles de Madrid me ha transportado hoy a los tiempos de 2011 y 2012, cuando estaba aprendiendo a recomponer todos mis pedazos. El ambiente nocturno menos frenético de la capital me transmite una calma extraña que no se ha ido de aquí desde mis largos paseos en soledad con mi música y mis ganas de salir del agujero. Recuerdo una de esas tardes-noche, en la calle Preciados, cuando me encontré a un conocido de la universidad al que le hablé de mis caminatas después de que, apesadumbrado, me dijera que su chica lo había dejado.
- Pues, la próxima vez, cuando pases por Sol, haz una parada, llámame y te invito a un café en mi casa- me contestó.
Yo le sonreí e internamente decliné el ofrecimiento. En muchas ocasiones sé cuándo no voy a hacer algo; podría arriesgarme o intentarlo, y a veces lo hago, pero otras, sin embargo, simplemente sé que no voy a hacerlo.
Hay algo oscuro pero íntimo en esas noches en las que camino sola. Algo que no sé definir pero que sé que me define. Como si fuera en esos momentos cuando aflora esa parte de mí que siempre será mía y de nadie más, porque sólo la conoceré yo, y se extiende por mi cuerpo, de manera natural, como diciéndome:
"Sigo aquí".

sábado, 30 de abril de 2016

La muchacha con el sol en el hombro. (III)

La tengo desde hace muchos meses dentro de mí. Se agita, da vueltas, desaparece, me grita, me retuerce, a veces incluso se ríe conmigo. Nos vamos conociendo.

A menudo nos observamos en silencio, sobre todo por las mañanas, cuando voy en el metro leyendo sobre la construcción dramática y sus ojos cada vez se van haciendo más grandes, fijos en mí, como susurrándome: "¡Dame forma, estoy aquí, me tienes aquí!". Voy dibujando mejor su rostro; sus rasgos más duros que bellos, su mueca de frustración y su mirada oscura pero firme, enmarcada por una melena larga y rebelde, recogida en decenas de trenzas que contrastan con el tono enfermizo de su piel. Nunca ha visto el sol.

Se ha criado en un mundo escondido del astro rey, encerrada en los Subsuelos desde que nació, alimentando su ira y sus ganas de conocer esa luz cegadora a partes iguales. Por eso lleva una espiral en el hombro, le pidió a su abuela que se la tatuara mientras la anciana torcía el gesto reconociendo en su nieta algunos toques de la personalidad de aquel cuyo nombre ni siquiera quería pensar. Pero eso Ictria no lo sabe.

Ictria... Creo que no hay día que no piense en ese nombre, y cuando yo marqué de nuevo mi propia piel ahí estaba ella también: diminuta pero poderosa, golpeando con sus deditos el cristal de mi imaginación. Está creciendo, y me parece increíble: cada día aprendo algo de ella.

Lo que no cambia es su testarudez, su tesón, su fuerza volcánica, siempre dispuesta al arrojo, a la aventura. Siempre dispuesta a romper todas las barreras, a salir ahí fuera y vencer a esas otras criaturas que llaman hombres, y que tampoco ha visto jamás. Se cree aventajada, pero sabe tan poco...

Aunque, supongo, que lo mismo que yo sé de mí y de los días que me quedan. Lo que sí sabe son los días que pasamos juntas, arrancándole la piel muerta al verano y esperando con paciencia a que creciera la nueva, una versión mejorada de mis días. Es lo que ocurre con las heridas: la piel que forma la cicatriz suele ser más dura, más oscura, como si así recordara que está preparada para la siguiente batalla. ¿Cuántas horas pasé con Ictria a pesar de las lágrimas? ¿Cuándo elixir vertió en mis labios para llevarse el veneno que me estaban inoculando?

Cada vez que quería rendirme a las consecuencias de la cobardía ajena, ella me recordaba que ser valiente era la única opción y que al final la cobardía y las mentiras solamente repelen la autenticidad. La muchacha con el sol en el hombro...

No sé qué pasará, no tengo el control total sobre ella aunque muchos caigan en el error de pensar que sus creaciones están supeditadas a su capricho. No es así. A veces nos cogen, se agitan, dan vueltas, desaparecen, nos gritan, nos retuercen, incluso se ríen acompañándonos... Y nunca dejan de enseñarnos.

jueves, 21 de abril de 2016

lunes, 18 de abril de 2016

viernes, 8 de abril de 2016

No hace mucho alguien me acusó de individualista porque me gustaba escribir. Me dijo que lo mío con las letras no era más que un reflejo de esa parte de mí misma que no quiero compartir con nadie, que estaba siendo egoísta. Después de haber salvado lo contradictorio de la acusación, y tras haber asimilado esas palabras no muy afortunadas -¡ni siquiera bien construidas!-, ahora sé que la persona que me lo dijo sólo pretendía que yo no tuviera ninguna relación íntima con nada ni nadie, ni siquiera con la escritura.

Desde entonces valoro más que nunca el derecho a expresarnos y a crear a partir de lo que albergamos en nuestros adentros. De verdad que pienso, y siento, que sólo así podremos ser verdaderamente libres.

martes, 5 de abril de 2016

II.

***

Le sorprendió la puerta entreabierta y se lo tomó como una invitación. Las facilidades que tuvo durante el último tramo del gran torreón le hicieron sospechar que la estaban esperando. No se equivocaba. No dudó, puesto que por algo había llegado hasta allí, y cuando empujó la puerta de madera maciza su voz la recibió, áspera y venenosa, como la que tendría una serpiente si alguna vez Ictria hubiera conocido sus palabras silbantes.

- Y aquí está, la muchacha con el sol en el hombro.

Ictria no se movió. Le mantuvo la mirada desde el otro lado del gran despacho, revestido de paneles de madera blanca, y se mantuvo en guardia. Le ardían en las uñas las ganas de llevárselo por delante, pero se contuvo. Acarició con fuerza la octavilla que Marzul le había dado y que ahora guardaba en su chaleco y se dijo que debía contenerse, al menos de momento. Al menos por lo que quedaba de la Resistencia.

- ¿Qué escondes ahí?

Él se acercó hasta ella, con una rapidez inusual para su edad. Ictria se sobresaltó al notarlo tan cerca, pero no se movió, y aprovechó el recorte de distancia para estudiarlo. Había algo extraño en sus arrugas, algo que producía rechazo. Tal vez fuera su mueca de superioridad, rayana en la locura. A Ictria no le importaba; había llegado hasta allí para matarlo y estaba dispuesta a cualquier tipo de intercambio, incluso el de su propia vida. Apretó los dientes.

Él también la miró, y sonrío con suficiencia. A las comisuras de sus labios asomaban la maldad, e Ictria pudo adivinarlo relamiéndose desde el cristal del despacho observando ese mundo artificial y sin vida que había creado. El poder nublaba los sentidos, ahora lo sabía. Funcionaba de manera parecida a su rabia, aunque sabía que el veneno del poder duraba muchísimo más en la sangre.

Con un chasquido de dedos él ordenó que dos Uniformados entraran, y la agarraron para que no pudiera moverse. Él le acarició la cara y contempló su creación.

- ¿No es increíble cómo, a pesar del proceso del Cambio, la belleza de la inquilina puede todavía vislumbrarse al contemplar el rostro del hombre en el que es convertida? Sé que eras preciosa, lo sigues siendo, aunque no funcionara con tus adentros. ¿No tienes curiosidad? ¿No quieres saber por qué tu consciencia permaneció en ti a pesar de dejar atrás tu cuerpo de mujer y tomar esta nueva forma?

- No - se limitó a contestar Ictria.

- Mejor. Porque aquí nadie se lo explica. Eres la primera con la que ocurre esto, y no creas que no has levantado ampollas. Pero no temas... El sistema es demasiado perfecto, la ecuación ha sido estudiada y comprobada demasiadas veces, pequeña. No hay brecha que pueda con este mundo, con nuestro poder...

Ictria escupió y uno de los Uniformados le dio una bofetada.

- Ictria... ¿Para qué asesinar a las mujeres si puedo eliminarlas convirtiéndolas en hombres? Admítelo: es inteligencia pura. Es progreso. Es, por fin, la uniformidad natural de todas las cosas. Pero, dime, ¿qué escondes ahí?


***

miércoles, 23 de marzo de 2016

Hay turbulencias.

Siempre creí que para poder emprender un nuevo viaje había que deshacerse del equipaje del anterior. Que, de alguna manera, debía purgar todas las consecuencias de las acciones, propias o no, y limpiarme las heridas para después vigilar de cerca que las cicatrices no supuraran.

Tomo asiento siendo consciente de que mis antiguas maletas todavía me esperan, y eso hace que me revuelva nerviosa en mi sitio. Me abrocho el cinturón con manos temblorosas pero sin embargo agarro el billete con fuerza: no dudo de lo que quiero, pero tal vez sí lo hago de que no vaya a contagiar mi torpeza, una inédita y recién adquirida. Despego.

Temo haber provocado estas turbulencias. Me revuelvo angustiada y recuerdo antes de nada que ya no voy a volver atrás. Que no quiero hacerlo. Pero eso no le resta importancia al hecho de que tal vez no debí iniciar un viaje que implicara a más pasajeros. Apenas me da tiempo a pensarlo.

Porque entre los nubarrones que azotan el cristal de mi ventanilla vislumbro sus ojos, como dos focos de cordura, y a mi carne trémula llega su temple, armado de paciencia, y aunque tiene que aguantar varias embestidas de mi ánimo acaba haciendo que crea que todo saldrá bien. 

Los veo, a sus ojos, pequeños y grandes, según mande el momento, y arrojan luz sobre el camino que se me estaba llenando de tormentas. El trayecto es imparable y no voy a ser yo la que se baje. En algún viraje inesperado todavía pueden resentirse las costuras de mi piel, pero he dejado de creer en que siempre haya que lamerse los arañazos en estricta soledad.

Ya no hay turbulencias.

Hay una voz. Entre canción y canción, me dice "Ven aquí" y el viaje continúa.

lunes, 21 de marzo de 2016

me noto sedienta y va siendo hora 
de ponerse al lío 
y beber del río 
que hay en tu mirar;
y espantar al frío que venía conmigo:
lo voy a quemar;
y brindar por tus ojos
a los cuales me arrojo,
ya puedes mirar:
que vengo vestida para que me empiecen a desnudar 
tus manos.
Tus manos.

jueves, 17 de marzo de 2016

17M.

La presencia de este día me envuelve en una película plomiza y gris que hace que me pregunte si soy yo misma la que ya, acercándose la fecha, se descubre el pecho y espera en silencio los disparos. Hace que me sienta tan triste que a veces es difícil comprenderlo.

Miro al cielo una y otra vez y vuelvo a recordar que fue tu ausencia la que me enseñó lo que eran las ausencias, y no porque las anteriores no fueran reales sino porque la tuya fue la primera que sentí totalmente irreversible. No hay consuelo cuando alguien se va de manera definitiva, cuando debemos aceptar sin más, y sin más de verdad, que alguien va a desaparecer por completo de los días que nos quedan por vivir. Comprendí que la muerte es la única certeza que nos afecta a todos por igual y el único episodio que debemos acatar sin alternativa.

Siempre espero al atardecer porque me hace pensar en ese otro atardecer de marzo en el que por primera vez me sentí brutalmente desorientada en mi propio barrio, y por unos segundos olvidé el camino a casa. Todo el día había sonado en mi cabeza sin cesar la voz de Serj Tankian diciendo que el cielo se había acabado, y en los naranjas de los últimos coletazos del invierno te vi yéndote hacia una realidad a la que yo no podía acceder por mucho que alargara la mano. El cielo se había, en parte, terminado. Aunque no pudiéramos afrontarlo.

Hablaba hoy con una amiga que no sé si es por el día o por la cercanía de la primavera que mi pecho se agita y se llena de niebla que al final acaba escapando a través de mis ojos, salada y cristalina. Pero lo cierto es que todos los años desde que me suena el despertador los mismos versos me vienen a la cabeza y camino todo el día con ellos, y contigo, y con todas las sensaciones que tu ausencia irreversible me dejó y nos dejó pegadas a la piel. 

Todavía puedo rozar esa desorientación; también el dolor en el corazón cuando desperté de súbito de madrugada y no me quedó más remedio que acordarme de que ya no estabas. Que a partir de ese día teníamos tu ausencia y tus recuerdos, y que debíamos aceptar que te habías ido para siempre.

Even though you can't afford,
The sky is over.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Dentro de nosotros
hay algo
que no tiene nombre
y eso es lo que realmente somos.

- Hacía mucho que no venías por aquí.
- Tampoco tanto.
- Pero algo sí.
- Algo sí.
- No hace demasiado te hicieron pensar que venir a visitarme era egoísta y nocivo…
- Lo sé. Lo recuerdo perfectamente. Casi todos los días.
- Me alegro de que estés aquí.
- Al final, de una manera u otra, siempre voy a volver…
- Siempre, eso ya lo aprendimos.
- Lo aprendimos.
- ¿Cómo estás?
- ¿De verdad vas a preguntarme eso cada vez que vengo a visitarte?
- Me parece importante.
- Pero ya lo sabes.
- Claro, si no no estarías aquí, pero de alguna manera hay que romper el hielo de la conversación, ¿no? Nunca has sabido estar en silencio, y tampoco te gusta malgastar las palabras.
- Eso es cierto… Pero ya lo sabes.
- Claro que lo sé.
- A veces creo que no voy a poder hacerlo. Y mientras pienso esa maldita frase yo misma me doy cuenta de que no tiene sentido.
- ¿El abismo otra vez?
- Creo que sí.
- Hay un tipo de abismo que jamás vas a volver a bordear. ¿Te acuerdas? Es importante que lo tengas presente. ¿Lo haces?
- Por supuesto… Si no no estaría aquí. ¿No?
- Tienes razón.
- El abismo otra vez.
- ¿Qué sientes?
- Vuelven a resentirse las paredes de mi cuerpo. Del estómago a las costillas, el cráneo, incluso las muñecas, llenas de venas, todas ellas parece que se agitan, se revuelven dentro de mí y no hay nada que hacer porque…
- Porque las maneja tu mente.
- Las manejamos nosotras.
- ¿Mucho tiempo sin escribir?
- Mucho tiempo sin venir a verte. Bueno, tampoco tanto, pero algo sí.
- No te olvides de mí. Ni siquiera de cada abismo por el que te sientes caminar, hasta eso es importante para pisar con más firmeza la tierra que después te hace sentir segura. Recuérdalo todo.
- Lo hago. Aprendí a hacerlo, así es como lo quiero hacer.
- Juntas.
- Juntas.
- En ese tiempo en el que casi te prohíben venir a verme… ¿Qué pensabas?
- Me hacía muchas preguntas. Me preguntaba si de verdad estaba siendo egoísta, si era una cuestión de egoísmo propio, si tenía que dejarte ir para cuidarlo…
- ¿Dejarme ir?
- Sacrificarte, más bien.
- Menos mal que no lo hiciste.
- Creo que nunca voy a ser capaz de hacer algo así. Nadie debería obligarme a hacer algo así.
- Pero eso no impidió que te sintieras triste.
- Eso es.
- Ni que a veces te sigas sintiendo así.
- Sí, pero es una tristeza diferente… Ya no temo por ti, no te cuestiono, pero no dejo de hacerlo conmigo misma. Es como…
- Miedo.
- Supongo que sí.
- ¿A qué?
- No lo sé… ¿A haberme perdido?
- Pero estoy aquí.
- En eso tienes toda la razón…
- Estás mejor cuando sonríes.
- Lo sé. Te veo a ti.
- Recuérdame. Y recuerda que nunca voy a juzgarte, aunque a veces quieras obligarme.
- Voy a volver… Aunque no sé cuándo.
- Ya lo averiguaremos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Life is Strange.

Nos veo recortados en la calle de noche y ajenos a los grupos de personas que pasan a nuestro lado diciendo y gritando palabras que nos dan igual. Pienso que quiero escribir ese momento, como si fuera a fijarlo así en una fotografía hecha de sílabas, y contar que después de abrazarte pensé que ninguno de los dos está, o estaba, acostumbrado a contar con alguien y que en mi falta de costumbre es increíble chocar siempre con tu paciencia.

Si se trata de líneas temporales, o de volver al pasado, podría hacer un mural con instantáneas en las que se nos vea comiendo comida japonesa delante de la televisión o conociéndonos en una fiesta hace un año. "Cómo cambia la vida en 365 días", y cómo manejan los hilos de nuestra existencia pequeños detalles como que mi móvil se reinicie y pierda todos los datos almacenados en él o que tú decidas contestarle a esa chica pesada que se está metiendo con Lars von Trier.

Podría poner a ese mural una banda sonora hecha a base de acordes de guitarra y de mis propios juramentos por lo pésima que soy manejando el mando de la Xbox mientras jugamos con el destino de Max y Chloe con maullidos de fondo. Podría distribuir las imágenes por toda mi pared y concentrarme en una para volver a ella, como esa noche, un sábado de madrugada, cuando me abracé a ti y supe que quería guardar ese momento sin pensarlo dos veces.

domingo, 28 de febrero de 2016

Ya no persigo sueños rotos:
los he cosido
con el hilo
de
tus ojos.