viernes, 30 de agosto de 2019

El tiempo.

¿Qué está pasando con el tiempo?

Buceo entre las posibilidades que me han brindado todas las esquinas en las que he descansado estas últimas seis semanas. Es curioso el tiempo. Toma tantas formas diferentes y nos negamos a admitir que cada una de ellas depende únicamente de nosotros mismos.

Escribo por convicción aunque por suerte no es por inercia. Hay tantas cosas a las que puedo estar agradecida que les dedicaría renglones eternos si no sintiera este agotamiento emocional tan extraño. Pero no le tengo miedo; eso es lo bueno.

miércoles, 3 de julio de 2019

Lo mundano.

Supongo que tenemos la capacidad de decir lo que es divino.
Y lo que no lo es.

lunes, 3 de junio de 2019

El altillo (II)

Hace dos años comencé a escribir un glosario con tu nombre (en clave). Es curioso, porque ahora me siento en una noche de características similares a aquellas en la capital en las que mi piel te añoraba de una manera que todavía no entendía. Hoy sin embargo rotulo las letras que te identifican en una tímida caja de cartón que no sé si acabaré subiendo al altillo, junto a la del otro día, aquella que nada tiene que ver contigo.

Hoy te he visto y mi corazón ha vuelto a entristecerse. Transformarlo en palabras me da cierto respeto pero sé que debo hacerlo para ser honesta conmigo misma. Sí, la sangre me ha latido más despacio después de tu contacto, mi piel se ha puesto un poco más gris. Me ha pillado por sorpresa, después de la película, entre los sorbos de una cerveza que me ha ido trayendo una pesadumbre que no logro sacudirme.

No es una tristeza que me sorprenda. Es la tristeza de las heridas que no cierran pero que no incapacitan para seguir adelante. Hay temas que tal vez nunca logremos resolver, pero yo poco a poco me voy cansando de abrirme el pecho (o intentarlo) y hacer preguntas que no poseen una raíz banalizada aunque a ti puede que te lo siga pareciendo.

Me concedo unos segundos y respiro, y pienso que no sé qué voy a hacer con este pesar sordo, porque no sé si cabe en la caja de cartón que estoy preparando. Está llena de la soledad pesada se sentirme apartada, algún viaje a Tailandia, los sueños (tal vez solamente míos) de vivir en el otro lado del mundo como voluntarios u otras vidas que ni siquiera puedo mirar a los ojos todavía, siendo valiente.

Termino de escribir tu nombre, con delicadeza pero sin miedos, y me pregunto qué ocurrirá el día, si llega, en el que decida subirme a la escalera y empujar la caja muy hondo, todo lo hondo que me permita el altillo. Creo que es lo típico que piensas que dejas a mano pero que en el fondo sabes que nunca vas a volver a recuperar. Me marcho a dormir triste, pero entera. Esta vez sin esperar que llegues, agarres este dolor y acabes meciéndolo y reconociéndolo también como tuyo.


miércoles, 29 de mayo de 2019

El altillo.

He tenido una pesadilla horrible. Había un asesino merodeando, una víctima había muerto desplomándose ensangrentada encima de mi prima, y en un momento mi madre me llamaba llena de pánico y llorando porque estaba sola en casa, había escuchado un ruido y tenía miedo de que hubieran venido a matarla.

Luego he estado pensando sobre la rendición ante la evidencia. Hace semanas metí todas mis esperanzas en una caja que escondí en al altillo, bien arriba, pero sé que no puedo dejarla allí para siempre. Pero todavía es muy pronto, no creo que vuelva a estar preparada para creer con una fuerza similar a hace unos meses. Creer con la misma fuerza ya sería imposible. Todo cambia y se transforma, y yo ya no soy la misma persona después de todo.

Me encantaría recuperar toda esa esperanza y abrigarme con ella. Pero aún no puedo. En circunstancias así, la paciencia es el único camino, aunque sea el más molesto sin ninguna duda.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Creo que uno de nuestros mayores errores es pensar que todo en nuestra vida permanece, especialmente las personas que tenemos cerca.

sábado, 20 de abril de 2019

El día que volví a Skogafoss y estaba sola y me sentía bien

Me pidieron que me hiciera un regalo y yo elegí volver a Skogafoss. Pero esta vez lo hice sola, sin ninguna compañía. A pesar de ello, el lugar estaba salpicado de turistas, como es habitual en este sobrecogedor rincón de Islandia que, además, había vuelto a salir en Juego de Tronos, concretamente en el primer capítulo de la octava temporada.

Esta vez traía los deberes hechos y me había traído un chubasquero. Era rojo, no sé por qué. Bajé del coche y me fui aproximando al terreno llano a los pies de la cascada, mientras el sonido se iba volviendo más y más ensordecedor. Comencé a notar las salpicaduras salvajes de agua en la cara y en ese momento decidí desabrocharme el chubasquero, me remangué y apenas unas gotitas se empezaron a deslizar también por mis brazos.

Caminé haciendo eses, de un lado a otro de la cascada, mientras todo el mundo hacía fotos o simplemente se quedaba maravillado mirando hacia lo alto del monumento natural. Me paré en el sitio y me respiré a mí misma, sintiendo cada rincón de mi cuerpo, reconociéndome para poder afirmar que me sentía inmensamente bien. Conectando conmigo. No sé cuánto rato estuve allí.

Me pidieron que me hiciera un regalo y yo elegí volver a Skogafoss, sola, y sintiéndome bien.



jueves, 11 de abril de 2019

Resulta extremadamente difícil escribir sobre el miedo. Supongo que porque en ese hecho está implícito el intento de definir esta emoción, y eso es precisamente lo que no es posible hacer con esto. Definirlo sería controlarlo, y el miedo no deja de ser una conmoción que nace de la falta absoluta de dominio.

En verdad, no tememos aquello que podemos controlar.

Nos hemos acostumbrado a obsesionarnos tanto relacionando poder con bienestar que en cuanto algo se escapa de nuestra mano lo que nos aflora de una manera lacerante es el pánico, el pavor, la inseguridad, el desasosiego y el sufrimiento inevitable que va con todo lo anterior. Encapsular las emociones entre palabras es una forma de desahogarse con el fin de volver -una vez más- a controlarlas. Hablar de un sentimiento, ser capaz de acotarlo y explicarlo, significa en parte sobreponerse.

Por eso, supongo, no me veo capaz de escribir sobre el miedo más allá de dar un par de rodeos que rozan el sinsentido y que no acaban apagando este frío en las manos y estos nervios en la tripa.

viernes, 29 de marzo de 2019

La Vida.

Alguien capaz de dejar que el amor entre plenamente es alguien dispuesto a vivir en el misterio de quien él o ella es. Tiene que sentirse cómodo con esta imprevisibilidad, soltar la configuración del yo en la que ha vivido y que ha llevado consigo durante tanto tiempo.
 (H. Hendrix y H. LaKelly Hunt)

jueves, 14 de marzo de 2019

La Habana.

Perdí todas las notas que había estado tomando en nuestras semanas recorriendo Cuba después de un robo nocturno. Lo recuerdo porque fue lo que más me dolió. Me propuse entonces que, en algún momento, tenía que reconstruir nuestro viaje. Todavía no lo he hecho.

Sin embargo, llevo unos días volviendo de manera recurrente al magnetismo que me produjo La Habana. Había escuchado de todo, como ocurre, creo yo, con todas las ciudades que se escapan de la norma: que la amaban, que olía mal, que no era para tanto, que era una maravilla. No sabía qué me iba a encontrar, y lo que encontré me pareció una suerte excepcional.

La Habana me dio la impresión de ser, ante todo, presente. Hay una parte en la filosofía vital de muchos cubanos de la que deberíamos aprender los que hemos sido criados en el capitalismo, y es esa sensación de presente, de aceptación.

Tenían razón en que hay personas que en cuanto ponen un pie en la capital de Cuba se sienten decepcionados y disgustados. Supongo que son los mismos que acaban refugiándose en hoteles y restaurantes lujosos. Por mi parte, he estado revisitando las fotos de La Habana y siento una emoción extraña.

Sé que a todos puede ocurrirnos que visitamos un lugar al que sabemos que volveremos y a mí me pasó con esta ciudad enigmática y amable. Ahora mismo, parece que estoy viendo mis chanclas pisando sus suelos de asfalto irregular, mojados, llenos de carreras de niños y de gritos de vendedores ambulantes y conductores de diversa índole. En La Habana la gente combate el intenso calor de agosto en las calles, haciendo guardia en la puerta de sus casas o de sus vecinos, saliendo al patio interior del edificio (si lo tiene) y sacando sillas a las calles para sentarse y ver la vida pasar, también desde sus balcones. Creo que me volví adicta a los balcones de La Habana, siempre con movimiento, siempre con vida, siempre alguien tendiendo la ropa, alguien hablando por teléfono, alguien observando el resto de ese micromundo que es Cuba, más concretamente su capital.

Los paseos se acaban convirtiendo en una mezcla de cemento y música, pues rara es la esquina sin una radio que viene de algún lugar, la música que se escucha salir de un paladar o alguien agazapado en una escalerilla tocando la guitarra o alguna percusión improvisada. Se habla del baile pero se debería hablar, también, de cómo parece que por la sangre de sus gentes corre la música, más por genética que por contemporaneidad.

Escribir sobre La Habana desde una casa tan lejos de allí es extraño, sobre todo si miro por la ventana, porque me faltan el gris salpicado de todos los colores, las conversaciones a gritos con el vecino, la que vende guayaba justo debajo o ese calor tostado que acaba reflejándose en cada calle que gira y te invita a seguir empapándote de ese lugar mágico e indescifrable. 

martes, 5 de marzo de 2019

¿He normalizado
este vacío?

No lo sé.

O, tal vez,
lo sé.
Lo que ocurre es que
no
estoy preparada para seguir
con el análisis,
el aislamiento,
las lágrimas,
los nervios en la tripa,
el peso en el pecho,
y la pena
-honda,
tan honda que llega hasta mi infancia-
que me produce saber que
no
tengo la llave para
salir
de aquí.
No,
al menos,
completamente.

Pero me siento
anciana
en el cansancio.
Triste
en la repetición.
Agotada
en la escucha.
Sin ganas
de tener ganas
de confiar una vez más
(sólo una más,
sólo una más quinientas veces más).

Entonces, ¿estoy normalizando
este vacío?

Pero, ¿qué vacío?
Si sigo
llenando frases sin sentido,
folios que cuando era niña sangraban y
me aguardaban
escondidos detrás del lavabo
de nuestro baño pequeño.
Ya no araño el papel
sino que
arrastro
el lápiz,
con resignación pero
sabiendo
que no puedo parar.

¿Será que lo que quiero es
al fin
vacío?

Un vacío
con cierto rastro de alivio,
que me diga,
a susurros -mientras finjo
que estoy dormida
y que no comprendo
los gritos que se producen
en ese salón de mi pasado-,
que papá está curado,
que se acabó la guardia,
que podemos irnos a dormir manteniendo la sonrisa,
que las conversaciones ahora son diferentes,
que ya no me altera el sonido de la puerta,
o de una lata abriéndose,
que ha habido un parpadeo clave,
un clic,
y todo ha cambiado.

Que ahora
todos esos cajones,
armarios,
esas cajas de cartón viejas,
o esas de plástico que compramos en el todo a 100,
esos rincones,
mil,
millones,
de esta casa tan bonita
que fuimos llenando con dolor
y miedo
ahora,
al fin,
están vacíos.


miércoles, 6 de febrero de 2019

A tu lado.

Me doy cuenta de que no sé muy bien cómo explicarlo, y eso me resulta bastante frustrante. Estoy acostumbrada a moldear las palabras para expresar hasta lo más nimio que encuentro escondido en mis adentros, y cuando ese trabajo no me funciona como a mí me gustaría no puedo evitar sentirme, en parte, perdida.

Sin embargo, creo que no podría explicar con palabras por qué escribo. Qué es lo que me lleva a levantarme cada día pensando en lo que me gustaría escribir. Pienso siempre en eso, y en ti.

Pero precisamente al pensar que es difícil para mí explicar por qué me ocurre esto, por qué soy así y me comporto en base a todo esto, no puedo llegar a imaginar cómo es para ti, que estás a mi lado presenciando casi todo desde tu rol de observador. ¿Cómo actuar cuando la persona que se sienta contigo ni siquiera es capaz de entenderse a sí misma o de justificar por qué tiene algo metido adentro?

A veces me quedo despierto por las noches
Y me siento culpable por alguna extraña razón
Quizás porque te veo a mi lado
Durmiendo como un ángel
Sin necesitar absolutamente nada más

A veces, cuando más me bulle la mente, pienso en esto. En cómo sería ver el universo sin sentir la necesidad de convertirlo en letras. En por qué me complico tanto, y en si te complico también a ti. Si todo sería más fácil para ti si esta parte de mí no existiera y pudiera aportar una calma mayor. En qué pasaría si fuera capaz de dormir como tú, sin necesitar absolutamente nada más.

Y me enredo en pensamientos laberínticos y extraños
Que emborrachan a las agujas de mi reloj
Y me adentro en paraísos y universos mágicos
En busca de nuevos versos para una canción

Entonces me destapo y me levanto de la cama
Y me muevo por la casa como si fuera un pez
Y de nuevo estoy nadando entre recuerdos muy lejanos
Y me invento pasadizos en la pared

Supongo que es en esos momentos, en algún segundo de esa velocidad mental, cuando decido convertir todas esas preguntas laberínticas y extrañas en paraísos y universos mágicos, y me hallo aporreando el teclado como he hecho siempre, aunque en ocasiones no quiera verlo. Entonces me separo de ti porque acepto que debo hacerlo e intento darle forma a todo lo que ocupa mi cabeza, viajando entre mil pensamientos que pueden llegar a mi pasado más remoto, descubriendo pasadizos en cualquier lugar. Ni yo misma, creo, sé cuánto pueden durar esos viajes por mi memoria.

Y aunque tengo miedo a perderme en mundos raros
Siempre dejo piedras para poder regresar
A tu lado
A tu lado

Porque al final me queda aceptar que esto forma parte de mí de una manera parecida a como lo haces tú. Que tal vez no puedas llegar a comprender mi ritmo, o se te pueda escapar, pero que tú acabas siendo un refugio en este camino que me lleva hacia adelante a pesar de que todavía me resisto. Y ahí encuentro mi fortuna, mi ventaja más poderosa; y es que ahora sé que siempre que me pierda habré dejado piedras o huellas para poder regresar a tu lado.

En un sueño de lobos y de ciervos blancos
Voy siguiendo las señales para regresar
Contigo antes de que te hayas despertado
Sigilosamente para no molestar

Porque entre mis luces y mis sombras acabo teniendo la ingenuidad de pensar que podré ocultarte todo esto, que podré esconder en mi rostro las señales del machaque o de la inspiración. ¿Pero cómo voy a poder? 

Pero siempre te despiertas cuando me he acostado
Y me preguntas qué es la música que suena alrededor
Y de nuevo se vuelven a cerrar tus ojos lentamente
Mientras canto la canción que he escrito para vos

Es como si te despertaras justo cuando intento meterme sigilosamente en la cama para dejarme hueco suficiente y abrazarme cuando ya esté tumbada. Me haces preguntas sin la pretensión de encontrarte entre lo que he podido escribir, escuchando con atención, y tras ello vuelves a tu calma y a tu saber esperar, porque de verdad me demuestras que no necesitas absolutamente nada más.

Y a mí me toca asumir que tal vez yo nunca pueda abrazar esa calma directamente, pero que a través de tu piel puedo compartirla contigo. Que puedo escabullirme en plena noche y dar vueltas y vueltas y tener la suerte de saber que puedo volver a ti en cualquier momento, que me estarás esperando durmiendo, disfrutando del silencio que es posible que yo nunca pueda conocer, mientras siga con este insomnio.

Porque...


Y aunque tengo miedo a perderme en mundos raros
Siempre dejo huellas para poder regresar
A tu lado
A tu lado






martes, 29 de enero de 2019

Aguacate con queso.

"Oigo tu voz
siempre antes de dormir
Me acuesto junto a ti
y, aunque no estás aquí,
en esta oscuridad
la claridad eres tú"


Me quiero comer contigo todas las tostadas de aguacate con queso que pueda. Pero no de vez (no queremos explotar). Más bien dilatadas en el tiempo, en ese tiempo que se extienda hasta que compartamos siempres, una a una. Me da igual si son con prisas, si llegamos tarde a trabajar, o son como las de hoy, relajadas después de una mañana tímida sin despertador. Pero es que me quiero comer contigo todas las tostadas de aguacate con queso del mundo, así, tú cortando el queso y yo peleándome con la fruta (o al revés, qué más da), mientras te miro y pienso que al principio solías mirarme tú pero ahora casi siempre soy yo la que te está observando en silencio.

martes, 22 de enero de 2019

¿Sabes ese momento en el que miras a alguien a los ojos y sabes que tenéis fecha de caducidad?

¿Cómo se maneja ese momento?

¿Cuántos de nosotros somos capaces de ser honestos y afrontarlo?

lunes, 21 de enero de 2019

Las Normas.

¿Las normas? ¿De quién? ¿Para quién? ¿Por quién?

¿Será el objetivo de sentirse bien con nosotros mismos el opio de nuestra sociedad de acomodados atiborrados de ansiedad?

Cuando rezas, cuando ofreces, cuando susurras una oración, cuando dices "amén", cuando donas, cuando sudas en el gimnasio, cuando adelgazas 5 kilos, cuando te enteras del mal de alguien que detestas, cuando sales de la consulta del psicólogo, cuando te tomas un té verde después de yoga, cuando te haces vegano y crees que combates una industria arrasando con todos los productos que encuentras con etiqueta verde, cuando te retiras a meditar en chándal en mitad de la naturaleza, cuando alquilas esa casita de la playa donde vas a poder escribir, cuando perdonas a tu mejor amigo, cuando cumples un reto, cuando acudes a una reunión del partido y aplaudes al que acapara el micrófono... ¿quién está alimentando al hambriento? ¿Quién está dando un techo al que no lo tiene? ¿Quién está gritando a pecho descubierto en la puerta de cualquier ministerio? ¿Quién se está preocupando de la miseria sistematizada, de cómo somos la servidumbre del poder, de cómo asesinamos a una parte del planeta para poder seguir viviendo como vivimos?

Una pista: tú, no.

¿Por qué vamos a hacerlo? Si estamos embarcados en la cruzada de mejorarnos como personas, de ahondar en nosotros mismos y sentirnos mejor, sin dolor, sólo llenos de paz. Nuestra propia paz.

¿Nuestra?

Creo que nunca hemos sido tan hipócritas como ahora mismo.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Aceptar.

Quiero declararme en contra de la cultura de la queja gratuita. ¡Mi queja no es gratuita!, me dirá cualquier persona.

Y, si por una vez, ¿empezamos a aceptar para dejar de prestar atención a aquello que nos carga de mala energía y nos hace perder el tiempo y podemos centrarnos en todo lo bueno que tenemos alrededor?

A veces estaremos más o menos de acuerdo, a veces será cosa nuestra, o no lo será, pero sea como sea tenemos que aceptar y seguir adelante.

Si hay algo que me hace vibrar es que en mitad del camino hacia atrás que transito para visitar un recuerdo doloroso o desagradable suelo encontrarme una señal, un acontecimiento, un haz de luz que calienta mi memoria, y en ese momento pienso que hasta revisitar episodios tristes merece la pena si entre ellos y mi yo actual se interponen retazos de todo lo bueno que me sigue arropando cada noche.

Todo lo que he vivido, bueno o malo, me ha llevado adonde estoy ahora.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

"Cada vez que lo decías quería pegarte".

Y recuerdo de soslayo a Astrid diciendo esa frase mientras ponía los ojos en blanco y yo agachaba la cabeza y me encerraba en mí misma, fustigándome por estar delgada pero no ser capaz de verlo y por hacer comentarios en voz alta que parecían que lo que buscaba, en verdad, era que alabaran mi belleza.

¿Qué belleza?, me preguntaba esos días en los que me armaba de valor y sí me atrevía a contemplarme.

Tenía casi 18 años y pesaba más de 20 kilos menos que ahora. Nunca he estado tan delgada en mi vida y, sin embargo, creo que es la etapa en la que más gorda me he visto. ¿Cómo es posible que algo mental llegue a afectar tanto a la imagen que te devuelve un espejo?

Nunca he tenido tanta facilidad para comprar ropa como en ese momento, llevando en ocasiones una talla 36, y, sin embargo, nunca llegué a apreciarlo. Y no porque no quisiera una 36 y quisiera menos tallaje, sino porque me daba igual con qué cubriera mi cuerpo: me seguía viendo igual en las fotografías, seguía pensando lo mismo de mí misma, seguía sintiéndome opuesta a lo bello o lo sexy.

Nos venden desde que tenemos uso de razón ese cuento de que tu salud y tu belleza dependen del peso que marca tu báscula cuando te subes encima. Nos lo meten tan bien metido en cada célula que luego es tan difícil sacarlo que hay gente que muere en el intento de buscar un solo segundo en que se sientan bellos. 

No es un decir. Muerden de verdad.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Respira.

Quiero dejarme un mensaje a mí misma:

En esos días en los que parece que todo el aire pesa y sobrecarga tus pulmones, que cada bocanada duele y sientes que se te está olvidando cómo llevar a cabo esta acción automática: acuérdate de días como hoy.

Días como hoy, en los que parece que no termino de llenar el pecho, porque podría suspirar todo el rato, hasta despegar los pies del suelo y levitar. Soy ligera, porque no pesan mis cadenas y la felicidad tranquila me envuelve, natural y transparente.

Acuérdate de días como hoy. Y respira.

viernes, 23 de noviembre de 2018

"Lo más raro que hay en ti soy yo"

Sección de cuerda, algún trombón,
empiezo a oír la orquesta
que sólo está
en mi manera de pensar.
Es la versión del director
sin cortes que eliminen
la escena ardiente
que he ideado al despertar.

jueves, 22 de noviembre de 2018

La pizza.

- ¿Por qué nunca quieres que pidamos pizza?

Hay un silencio muy breve. Uno, dos segundos. Fugaz pero perceptible. Hasta que la otra persona responde:

- ¿Cómo?
- Que por qué siempre te acabas negando a pedir pizza. No lo entiendo.
- Pues porque la pizza no me entusiasma. ¿Qué no entiendes?
- No lo sé. Siempre te niegas de maneras muy raras. No te sale natural. Como si hubiera algo que te alterara.
- ¿Pero qué dices? Es sólo pizza. Prefiero que pidamos otra cosa que me guste más. O que nos guste más a los dos.
- ¿A los dos? A mí me gusta la pizza. Y creo que a ti también.
- Te acabo de decir que prefiero otras cosas.
- Ya...

Siguen ojeando la lista de comida disponible para que la traigan a casa. Sin embargo, a los dos se les ha ido quitando poco a poco el hambre.

- ¿Y kebab?
- Yo es que quiero pizza. Ya lo siento.

Uno, dos, tres, hasta diez segundos de silencio. Parece más largo incluso por la incomodidad. Ella no da su brazo a torcer: quiere que cenen pizza. Lo tiene muy claro.

- No comprendo nada, de verdad. No sé a qué viene toda esta movida de la pizza, si sabes que no me gusta.
- ¡Sí que te gusta!
- ¡Si no he comido pizza contigo nunca!
- Ya, ya lo sé. Conmigo no.
- ¿Entonces?
- Pues no lo sé. Intuición. Te pones raro cada vez que te propongo que nos comamos una puta pizza.

Él resopla. En lugar de seguir la conversación y aclarar el asunto de alguna manera, opta por la vía más sencilla:

- Me parece que ya no tengo ganas de cenar.
- Normal, sí. Yo tampoco.

Vuelve el silencio. Hasta que ella vuelve a insistir.

- Es que me parece muy fuerte que nunca quieras comer pizza conmigo.

Él resopla de nuevo y la sangre acude rápidamente al depósito de su rabia.

- Mira, me gusta la pizza, pero si no la quiero comer contigo porque no me sale de los cojones no me la como y punto. Vale ya, por favor. Estoy muy cansado ya de todo este temita.
- ¿Cansado?
- Sí.
- ¿De qué?

Silencio.

- ¿Cansado de qué? ¿De que yo quiera comer pizza y tú no?
- Pues claro. ¿De qué si no?

Ella se frota las sienes, profundamente decepcionada. En ocasiones algo nos ronda y lo guardamos pensando que no es nuestra potestad sacarlo a relucir, porque es algo que no nos pertenece directamente. Sin embargo, si nos cansamos de esperar puede ocurrir que el tema explota, de la manera más tonta. Decide ser franca, ante la ausencia de la honestidad y la confianza que ella esperaba, a pesar de sus malos métodos de interrogatorio.

- ¿No decías que la habías olvidado?

Él se queda petrificado. Sin saber qué hacer. Ni qué decir. Desearía poder sacudirse ese silencio para abrirse en canal y explicarle todo a ella, pero para ello tiene que caminar en una dirección incómoda por la que no le ha interesado nunca transitar. Entre salvarla a ella o a él mismo, siempre va a elegir lo segundo, por pura norma natural.

- Todavía la quieres, ¿verdad?

Él quiere decir: Sí. No obstante, sólo le sale mentir:

- No lo sé.

Ella lo mira, con la máscara de su rostro intacta, que oculta una piel rota de dolor en mil pedazos. Le da sus segundos, sus minutos, sus horas; pero de la boca de él no sale nada. Está agotada de preguntar, está cansada de adivinar por ella misma, de leer señales, de  las inseguridades que devienen de los vacíos de información que él le dedica.

Al final, a pesar de que de madrugada ya sólo cenan los desfasados o los que tienen los biorritmos cambiados, ella vuelve a hablar, con cada palabra doliéndole en la garganta, pues ella misma ha decidido que van a ser las últimas.

- Por favor, vete. Quiero cenar sola.

Tal vez pida pizza. Quién sabe. Ya le da todo igual.

Él asiente, y se va.