miércoles, 14 de mayo de 2008

El manto gris que se había atrincherado entre el cielo y la tierra se vio iluminado cuando vio la camiseta azul de ella, a lo lejos, abrirse paso entre la gente que salía y entraba apresuradamente del centro comercial. Llevaba días estudiando sus movimientos, sabiendo que esa tarde pasaría por ese paso de cebra doble justo a esa hora, que no lo miraría y que se marcharía mientras su melena ondeaba al viento. Como todos los miércoles desde que empezó a buscarla a tientas. Pero esta vez se había decidido a brillar, a conseguir que ella le mirara y confíar así en una posibilidad loca. ¿Lo recordaría?

No obstante, ahora no le importaba. Ya casi notaba los dos mechones que siempre llevaba tapándole la cara rozando sus manos, casi escuchaba la tierna voz que le recordaba. Había pasado algo de tiempo, eso sí... No sabía si seguiría sonando igual, a primavera y agua fresca, pero quería escucharla de nuevo. Recuperó la sonrisa que tanto le gustaba a ella para la ocasión, a pesar de que le llegó a parecer una provocación indeseada en su momento. Estaba muy cerca.

Ella caminaba presurosa, como siempre, con la vista agazapada en el horizonte, sintiendo la fina lluvia en los brazos descubiertos, escuchando el sonido que producían los bajos mojados de su pantalón contra el suelo una y otra vez. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en qué pasaría si lo volvía a ver, así que no se esperó para nada esa interrupción en su ensimismamiento, esa sonrisa tan detestable en la actualidad.

-Hasta luego, ¿qué tal?

-Hola. Bien... bien-siguió andando mientras le contestaba al aire. No se dio cuenta de quién era hasta que terminó de hablar. No se atrevió a mirar atrás, no se lo permitió.

Y de pronto, como una ráfaga de cierzo inclemente, los recuerdos azotaron todo su cuerpo, sin esperar ninguna petición de piedad. De súbito volvió de nuevo sus ojos castaños hacia dentro y se encontró en una adolescencia, la suya, recién estrenada; se vio delante de la pantalla del ordenador sonriendo inútilmente y mordiéndose los labios, visualizó los sueños que llevaban el nombre de aquel ser mientras le dolían otra vez. Saboreó, a su pesar, el veneno de las cicatrices. Maldijo aquel hasta luego escueto y malintencionado que había abierto esa caja de Pandora. Su caja de Pandora.

Aceleró el paso y se alejó lo más rápido posible del centro comercial, deseando no volverse a cruzar jamás con él. Ni en una tarde como aquella ni en sus recuerdos, aunque eso último iba a estar muy difícil.

Él la vio alejarse con la sonrisa en los labios. Había cambiado lo suficiente como para avivar en su interior el deseo de seguir con el juego, de tenerla aquí y luego allá, decirle las palabras indicadas, observar su reacción. Echó de menos los tiempos en los que ella habría hecho cualquier cosa por estar con él.

Deseó con todas sus fuerzas volverla a ver, intimidarla si había suerte. Volverla a ver tan niña y tan inexperta. Lanzó su deseo al aire para que se mezclara con la lluvia que caía, otra vez, del cielo gris. Sabiendo perfectamente que iba a chocar con la aversión de ella, con su miedo a otro encuentro. Sonrió de nuevo. Eso le divertía todavía más.

martes, 6 de mayo de 2008

Las luces recién nacidas del amanecer se van reflejando en cada una de las lágrimas que encharcan los momentos pasados, los adioses fugaces y entre abrazos que se colaron en aquel rincón blanco y sin nombre, hogar postizo y sentido durante pocos días.

Y es entonces, como si el sol quisiera lamer las ausencias que se han marchado para coger un tren y llegar lejos de nosotros, cuando me doy cuenta de que es el primer amanecer que recuerdo, en un momento así, en un día así. Poco a poco van luciendo las olas, propulsoras de ese sonido que me calma y me hace anhelarlas aquí y ahora, escondida, queriendo esconderme de todo y de todos, volver allí, con la arena fría, el alma solitaria y llena, conmigo. Se escuchan los sollozos ahogados que darán paso a las risas sin sentido y a los comentarios nostálgicos de imágenes grises.

La velocidad de mis pensamientos en estos momentos es casi nula, ya que se han parado para que -ellos también, añorando- se queden mirando a esos recuerdos que siguen allí, debajo de mi almohada y entre los pliegues de mi ropa. Casi siento el amanecer fulgurando breve, efímero, único, ahora, en esta noche que es como tantas otras, tan amarga y tan poco dulce en estos minutos que ahora malgasto. Veo el sol luciendo, chocar contra el mar y alumbrarnos sentados en esos viejos bancos verdes, oliendo a sal y a despedida. Lo noto como si fuera ahora, y no entonces, el nacimiento hermoso y naranja del astro rey.

Sin embargo, no entiendo por qué esta oscuridad tan cerrada que sí me deja ver, por qué las palabras no me saben bien, por qué sigo buscando ese sol que me abría los ojos perezosamente días atrás. Amanece en mis recuerdos, sólo en mis recuerdos; aquí todo es noche perpetua.

domingo, 27 de abril de 2008

De nuevo me marcho con la sensación de dejarme mil cosas. De nuevo me dicen que recordaré esto toda mi vida. De nuevo escucho el verbo aprovechar por todos lados, rebotando contra las finas paredes de mi mente.

Yo sólo sé que quiero volver con el alma más ancha, con la sensación de que no pasó nada por dejarme esas mil cosas. Llena de visiones y calores desconocidos. Pero esta vez es distinta, pues noto que me voy a quedar aquí a pesar de los kilómetros a la espalda, que no voy a acabar de salir de mi habitación. Es extraño este sentir amargo, este no saber a qué viene la mirada perdida más allá de las cortinas.

De todas formas, ya se verá. Tengo al sol que me alumbra hasta por la noche, cuando cierre los ojos para estar con él y tocarlo, para fijarnos los dos juntos en el viento del sur, tan pacífico él, o en la noche interminable si no soy capaz de dormir.

jueves, 24 de abril de 2008

Creo que todo lo que estamos haciendo no va a servir de nada. Que nos vamos a quedar igual, es decir, igual de mal que antes. Sonrío a mi pesar, entre estos temblequeos de voz. Ya me disculparéis, pero no puedo evitar que mi garganta se rebele. Quiero que sigamos. Que sigáis. Pero es esta desazón que me incita a abandonarlo todo... ¿Y si es verdad? Si todo lo que estamos haciendo no sirve de nada, ¿qué va a pasar?

Pulsó el botón de stop y dio una larga calada a su cigarrillo. La grabación acababa ahí. No sabía siquiera si ella había seguido hablando, desnudándose desde dentro, pero pensó que no le importaba. Se mintió de nuevo.

La primera vez que escuchó esas palabras se enfureció de una manera sobrehumana. Sintió cómo sus adentros ardían de rabia. Pero lo que más le dolió fue escuchar su propia voz vencida, acuchillada, diciendo que tenía razón. Que ella tenía razón. Jamás habría imaginado en ese momento, mientras los ojos le lloraban odio y confusión, que se arrepentiría tanto de haber decidido encerrarse en casa aquella noche y darle la espalda. Le había dolido tanto eso que dijo que... No quiso verla. Por un lado quería escupirle sus ganas de salir adelante, de sacarlos a todos adelante, pero por otro temía que el miedo a tirar la toalla se hiciera patente delante de sus ojos y abandonara. Él, también, abandonara.

No pudo. No pudo darse cuenta de que había que cambiar de lucha, intentar dar el brazo a torcer. Él no quería. Prometió que dejaría de lado la resignación y que podría con todo. Con todo. Aunque también prometió que ningún beso de los que le regalaba a ella sería el último y que sus manos seguirían descansando, agotadas, sobre su piel.

Más tarde, cuando se enteró de lo ocurrido, se maldijo mil veces. Sus pensamientos se nublaron de golpe. Se dijo que no podía ser posible. Volvió a escuchar la grabación entonces y advirtió nuevos matices en la voz de ella que se le habían escapado. Se la imaginó en penumbra, con el suave resplandor de las lágrimas prófugas sobre sus mejillas, intentando controlarse para que sus palabras tomaran claridad.

Se le resquebrajó el mundo. Sus pulmones le pidieron el alivio de la nicotina a pesar de que estuvieran faltos de oxígeno. Se sintió extraño mientras supo que acababa de morir. Pero, sin embargo, aún cargaba con la maldición de estar viviendo.

Había escuchado esa grabación miles de veces. Una y otra vez, alimentándose de ella mientras su alma desgarraba la noche a gritos hambrientos. Seguía sin poder creérselo. Si hubiera salido esa noche... ¡No! No podía ser capaz de pensar qué hubiera pasado si no se hubiese encerrado en lo superficial de las palabras de ella. Lloró. Lloró entonces y lloraba ahora. De miedo. De miedo a sentirse preso en apenas un minuto de grabación... Cogió aire pero no alcanzó fuerza alguna. No lo comprendió y no quería hacerlo ahora. Tan solo deseó una respuesta. Una sola respuesta.

¿Y ella? ¿Dónde estaba ella?


Apagó el cigarrillo mientras suspiraba largamente y apretaba el botón de play.

[15·o3·08]

miércoles, 23 de abril de 2008

-Entonces, ¿te vienes?
-Bueno, vale.
-Antes cierra los ojos. Y escúchame.

Y le dijo que iba a cogerlo de la mano y, juntos, contarían todas las estrellas que parpadearan a su paso. Le contó también que no quedaría rincón sin recorrer, tierra que no probaran las suelas de sus desgastados zapatos. Le prometió mil mares, mil amaneceres distintos naciendo de la espuma de las olas. Y ellos, allí, saborearían cada rayo de sol naciente, compartiéndolo finalmente a través de sus bocas, comprobando así si el sabor era similar al de la muerte inminente y rosada del atardecer. Le susurró con voz suave y leve, para que las nubes no se pusieran celosas, que pondrían sus nombres a todas las aceras y que las gotas de lluvia llevarían sus rostros de un lado a otro del mundo. Le aseguró que no quedaría pedazo de universo sin su presencia, y que le otorgaría al brillo de sus ojos luces de todos los colores, paisajes vírgenes esperando a ser descubiertos, primaveras infinitas ribeteadas de tiempo de tranquilidad. Terminó diciéndole, sin dudarlo, que saldrían ahora mismo.

-Ya. Ábrelos.

Él la miró a los ojos y sintió una sacudida, lenta y ácida, en el estómago. Algo le hizo cosquillas en las comisuras de los labios. Comprendió que ya habían llegado a su destino.

lunes, 21 de abril de 2008

Miró el hueco vacío preguntándose qué habría pasado esta vez. El cierre totalmente hermético del ausente no ayudaba para nada a esclarecer las dudas que, rebeldes, trepaban por las paredes del alma. Saboreaba poco a poco la comida, intentando que no todo le supiera a incertidumbre. En vano, no obstante. Cerraba los ojos y tragaba, directo el bolo alimenticio y plagado de interrogantes al estómago, ahí, a anudarse, a hacer bulto con todos los demás nervios que bailaban ajenos a todo. Observaba que no se nota tanto que las palabras carezcan de sentido con el sonido de la televisión de fondo. Y así, masticando automáticamente, bebiendo agua de vez en cuando y procurando no derramar ninguna gota, pasaron los minutos, y el informe metereológico, y los parpadeos, y el vello erizado si se escuchaba movimiento en el pasillo.

La cena ya había acabado, seguía el asiento vacío, la comida intacta. Seguía la tensión presidiendo la mesa, enseñando los dientes impolutos, sin probar bocado.

jueves, 17 de abril de 2008

He tejido en mi mente una melodía suave, hermana del silencio. Ha empezado a sonar como magia llenándome desde dentro, saliendo al exterior a través de mis dedos, los cuales tamborileaban lentamente en la dura superficie de tonos verdes de la mesa. Era preciosa. Sobre todo porque al sonido lo iba acompañando una imagen que tiraba de las comisuras de mis labios, rompiendo la monotonía constante del murmullo del profesor, las risas ahogadas, la mano- invisible- levantada.

Me he visto. A mí. Me estaba viendo a mí, en los pensamientos que estaban danzando en el aire, en una cabeza tan cinematográfica como la mía, día sí, día también. Y bailaba al son de aquella melodía... Tenía cerrados los ojos, y sonreía. Una de las sonrisas más despreocupadas que he podido ver. Una de esas que dicen que el mundo puede pararse, que ella va a seguir allí, apaciguándome el ánimo. Pero no estaba sola, pues la sonrisa rozaba la perfección precisamente porque se encontraba apoyada, entre respiraciones y brumas, en un pecho que acompañaba las notas de la canción con sus latidos. Y la música seguía, en mi cabeza, en mis ojos, en nosotros dos, mientras la pista de baile en penumbra se iba difuminando poco a poco dejándonos en el medio, dueños inequívocos de ese momento. Y, de todo lo demás, también, por qué no.

Bailábamos. He sabido que la melodía emanaba de ti, que tú eras el que la motivaba, mientras me balanceaba en tus brazos. En continuo movimiento, sonriendo constantemente porque no me hacía falta nada más. Ahora no sabría decir qué música era, ponerle nombre a sus acordes. Sólo me saldría el tuyo. Pero tengo la imagen, el recuerdo de tus brazos haciéndome bailar, volar, mientras todo lo demás se apagaba. La vista era preciosa y las nubes... Nunca las había visto tan de cerca.

martes, 15 de abril de 2008

De nuevo se preparó la batalla. Una vez más, la diferencia de ideas los había llevado a saldarla con la lucha. Cada uno empeñándose en defender lo suyo, lo que veía apropiado. El silencio danzaba cadencioso con la inquietud de siempre, esa que se aloja justo debajo del pecho, martilleando los nervios con barra de acero. No obstante, la seguridad también estaba ahí. La seguridad de saberse capacitado y libre de demostrarlo, de conseguir que el miedo echara a volar a cada estocada, a cada golpe envuelto en sudor. Estaban preparados, todos, no había ninguno que renqueara.

Cuando se inciara la lucha lo darían todo, se enfrentarían unos a otros con fiereza y determinación, saboreando el sabor dulce de un éxito que verían próximo, justo en los ojos del enemigo, en forma de chispa que los retara a cortar el último acto de rebeldía que el otro cometiera en vida. Seguían preparados. Una voz de alarma, el vello erizado, los párpados paralizados, congelada la respiración. Y la batalla comenzó a librarse, entre estupores y gritos ahogados. Lucharon.



Horas después, el campo que había albergado el encuentro estaba sembrado de cadáveres. Nadie había sobrevivido. Ni siquiera el más valiente, o el más cobarde. Los cuerpos de todos cubrían el paisaje yermo. La sangre seguía corriendo, única superviviente llena de vida. En el interior de cada cráneo inservible, se hubiera podido ver, si así se hubiese querido, un cerebro reseco y gastado que no había sufrido percance alguno. Todos, absolutamente todos, habían perdido. Nadie había sabido defender la confrontación de ideas a golpe de palabra.

miércoles, 9 de abril de 2008

A buen precio. Que me vendas tus ojos a buen precio, a poder ser. Y encontrar un poco de luz para ver el escenario lleno y las ilusiones revoloteando. Para, así, después de que me prestes tus manos, alcanzar alguna y no soltarla. Estoy segura de que con tus dedos será posible; una vez que me haya quitado yo estos dedos cortos y retorcidos, símbolo inequívoco de la torpeza, de la taza rota, las tardes frías a la altura del cuello. Luego, si aún sigues ahí, puedes enseñarme a caminar después de una caída y obligarme a no tocarme las heridas que visten mis rodillas. Espero que puedan sanar enseguida de esta forma. Después podemos dar cortos paseos si me llevas de la mano y aún no te has cansado de los pasos casi a tientas, los vestidos rotos y la mirada perdida de vez en cuando. Aunque eso no pasará si tengo tus ojos.

Puedo darte a cambio muchas cosas, pero no todo lo que pidas. Soy capaz de ofrecerte horas sólo para ti y llenarlas con lo que más te guste, con lo que más ansíen tus sueños. Puedo aprender a hablar si tú me enseñas con el elixir de tus palabras, mientras me curan. Pero dame luz. Dame aliento. Te puedo comprar los ojos si estás dispuesto a vendérmelos.




Y, a cuatro palmos, atardece. Hace un día espléndido. A pesar de que visto desde dentro no cosquillea tanto la tripa como si estuvieras ahí, con el sol y su luz, alimentándote de los rayos que visten tu sonrisa. Con tu sol.

lunes, 7 de abril de 2008

-Olvidar...
-Qué fácil es escribirlo, ¿eh? Y qué difícil hacerlo.
-Imposible. Yo creo que es imposible.



Creo que olvidar no es cosa fácil. Y que, cuando queremos hacerlo, no lo conseguimos. Me parece que todo lo que olvidamos son cosas sin importancia que pasan desapercibidas a la hora de rebuscar entre los recuerdos. Por eso mismo dejan de estar presentes en nosotros, porque somos capaces, sin darnos cuenta, de apartarlos a un lado y no reparar en ellos en mucho tiempo. Y que lo que de verdad queremos olvidar, esos arañazos que siguen supurando melancolía de vez en cuando, permanece allí. En nosotros, permanece en nosotros. Y que con el simple hecho de saber que tenemos que olvidarlo estamos rememorándolo, condenándonos al recuerdo eterno y a medias, a querer deshacernos de algo que nosotros mismos estamos perpetuando.

De todas formas, sí creo firmemente en el bálsamo que ayuda a mantener al olvido lo suficientemente cerca para que los arañazos vayan sanando y apenas tire la piel cuando pensemos en ellos. En que podemos llegar a ser fuertes y capaces de soportar. Y que existen pilares en los que apoyarse si flaqueamos o nos dejamos llevar por la incertidumbre de la negación del olvido a nuestras plegarias.

Sabes que puedo metamorfosearme en pilar para aguantarte si amenazas con caer. También debes tener presente que, para ti, puedo ser cualquier tipo de bálsamo que te ayude a seguir adelante. Soy capaz de respetar tu silencio y tus puntos suspensivos, de guardarme las conjeturas que me invaden cuando escudriño tu rostro e intuyo, casi al instante, lo que te pasa. Sé que a veces te incomoda que sepa leer en tus ojos oscuros, también sé que adivinas cuándo en los míos se refleja una ligera decepción si sigues callada. Pero debes saber que es momentáneo, que estoy dispuesta a decir cualquier disparate si de premio voy a conseguir tu risa y la respiración agitada que te caracteriza en esos momentos.

Puedes mirarme, amiga mía. Puedes confiar en que, si es preciso, conseguiré que el olvido tome otro nombre. Siempre y cuando tu sonrisa siga poniéndome nerviosa cuando no quiero que sonrías, cuando me hace falta que lo hagas.

sábado, 5 de abril de 2008

Consiguió calentarse las ganas, esconder ese yo que con su oscura timidez tapaba a todos los demás, y comenzó a hablarle. Le dijo que, si ella quería, la ataba a su cama y la dejaba allí, que no se cortaba nunca más las uñas para que sintiera en carne el dolor que le arañaba a él las entrañas cuando sus caderas abandonaban contoneándose el palacio de sus sábanas; que si se lo pedía se arrancaba los ojos y se los daba en plato de postre, parpadeando sólo cuando la lujuria se tomara un respiro; que conseguiría, si lo deseaba, todos los segundos del mundo para dárselos mientras corría descalzo -y desnudo- entre sus piernas. Con la lengua ya despierta, y orgullosa, le prometió mordiscos que vistieran sus labios de escarlata, pero le dijo que no habría más besos, que evitaría cualquier roce suave de sus labios. Le dijo, ante todo, que el odio que se le enroscaba en el torso asfixiándole no le dolía más que amarla.

El alma en combustión inminente cuando ella sonrió. Cuando se quitó las gafas oscuras, esas que le daban un aire tan de mujer fatal que le encantaban pero le herían, y le dijo con los ojos que eso ya lo sabía, sus defensas flaquearon y se preguntó por qué cojones no podía mandarla a paseo, no sucumbir al hechizo venenoso de sus vestidos largos.

Y a lo que quiso darse cuenta ella se alejaba, detrás de sus gafas, vanagloriándose de su triunfo, sabiendo mejor que él mismo incluso la amplitud de su poder, el campo de influjo que alcanzaba el batir de sus pestañas. Con su aire tan de mujer fatal, con sus experiencias de viuda negra.

Él decidió no volverle a dejar ningún hueco en sus días. Conseguir acallar el llanto incansable de las heridas sin cicatrización a la vista con tantas esperanzas que, sin duda, creería falsas. Pero se dijo que lo conseguiría. Que el jodido sol no iba a tener su rostro nunca más. Evitar encontrarse con ella, porque sabía mejor que nadie que no era capaz de mirarla con desdén y escupirle cuatro palabras que no denotaran desconsuelo. Y las noches… Las noches. Ella no tenía por qué saber qué olor tomarían sus sueños, qué nombre gritaría su dolor.

martes, 1 de abril de 2008

El ambiente se viste de gris. Con lentitud agónica, las nubes se disponen en formación y escupen, desafiantes, las primeras gotas de lluvia. Aquellas que traen el mensaje de la tormenta.

La quietud es excesiva, demasiado obvia, y deja entrever el secreto de ese silencio abrumador, de esa pesadez que lame los sentidos. Las fronteras se preparan sigilosas para aguantar todo lo que sea posible. No es la primera vez que ocurre, y saben perfectamente lo que va a pasar. Están dispuestas a no resquebrajarse esta vez, y confían ciegamente en ellas mismas.

Huele a tristeza. A domingos al anochecer, a periódicos sin leer abiertos encima de la mesa, a escenarios vacíos. Este olor araña, se adueña del ambiente; celebra su triunfo mermando las defensas que se revuelven, molestas. Conseguirá tal vez establecer contacto con estas nubes que se van tiñendo de negro conforme se acerca la hora. Y, juntos, la tempestad será más difícil de soportar, dolerá más.

La oscuridad grisácea susurra que ya está aquí, que no se mueva nadie, que ya ha llegado la dueña de todos los males. Las nubes parecen sonreír, goteando de su espesa sonrisa partes de su ser. Todo aspira la tristeza disuelta en el olor, las fronteras se preparan finalmente. Es fácil, ya hemos soportado esto.

Se desata la tormenta. Con espasmos envenenados, la lluvia va cubriéndolo todo, calando hasta los huesos, vistiendo los sueños de humedad. Viene el primer trueno, el primer temblor, luego la primera luz fantasmagórica, la primera mueca. Sin embargo, ella permanece quieta. Sujetándose el estómago para que a nadie se le ocurra escapar por su ombligo. Esperando a que arrecie, a que huela diferente. Ya conoce la sensación, pero se siente extraña. Extraña, lloviendo como está lloviendo en sus entrañas.

jueves, 27 de marzo de 2008

Se contempló en el espejo como si fuera la primera vez. Rozando la condena a la eterna mueca de felicidad, se retocó la pintura de los ojos y se vio reflejado en sus pupilas. Seguía igual. Igual de hermoso, exactamente igual de horrendo que su primera vez. Tantos años atrás... Suspiró y apagó las luces que rodeaban el espejo desde el que ese desconocido lo estudiaba de arriba a abajo. Otra función más, otro día que tachar en su calendario. Decidió guardarse su sonrisa sincera para cuando de verdad la sintiera, cuando fuera totalmente pura; esa tarde sacaría del bolsillo la falsa, la perfecta, la que le llenaba los oídos de gritos y aplausos. Escuchó la voz del de todos los días, su viejo amigo, su mentor, aquel que, aún hoy, le arañaba el alma con su incansable simpatía.

- ¿Estáis preparados?- Un coro de voces blancas le respondieron a pleno pulmón. Saboreó la ilusión de cada uno de esos pequeños.

Con una destreza envidiable, echó a andar hasta sentir la arena bajo sus zapatos verdes, reluciendo, vivos. A oscuras, se imaginó las caras que lo iban a estar observando, con cautela al principio, para romper en armonía con su esencia al final. Su esencia… ¿Era de verdad ésta su esencia?

La luz lo cegó. Como cada actuación. Segundos antes de iniciar su número, observó al público: los niños, expectantes, le sonreían esperanzados o le lanzaban miradas de temor que escondían a medias detrás de sus mejillas sonrosadas; una madre aprovechó para peinarle las coletas a su pequeña; mientras, alguien tosió en la vieja pero imponente carpa. Decidido a no continuar con esa monotonía que iba carcomiendo su existencia, comenzó a trepar por su espacio de protagonismo. Sin embargo, todos los focos del recinto se apagaron al mismo tiempo, apenas segundos después de cobrar vida, sumiendo a todos los presentes en una penumbra casi espectral. Los niños cerraron los ojos, gestando el temor por dentro, pugnando por hacerse real a través del llanto cristalino de la infancia; la madre dejó de peinarle las coletas a su hija y la abrazó con fuerza; alguien gritó alertando hasta a los animales que, en sus jaulas, vivían el momento con tranquilidad aparente. Y las luces no volvían. ¿Qué ocurría? El ajetreo comenzó entre bambalinas. ¡Había que encender las luces, como fuera!

Se percibió el atisbo de un destello de luz. En medio del escenario del oscuro circo, el joven payaso estaba sonriendo. Se deshizo de sus zapatos verdes. Ahora, justo ahora, iba a ser capaz de romper esa rutina desquiciante.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Para convencerme de que todo acabará siendo poco, que los minutos pasarán trayéndome aroma de más, de que cuanto más conozco más quiero conocer. Y así embriagarme sin necesidad de mover un dedo, ni de introducir en mi cuerpo nada que acabará pasando factura si me despisto. Embriagarme, sin más, de la manera más extraña y más fantástica que voy a comparar con tantas otras que se me quedarán pequeñas.

Descubrirme, perpleja, a mí. Reflejada en el espejo de sensaciones que me recorren, encontrarme sin proponérmelo ahí, delante de mí, mirándome a los ojos mientras los suyos me sirven para verme. Estoy ahí. ¿Estoy ahí? De algún modo, soy yo. Siempre que yo quiera.

Para tirar abajo el universo. Y diseñar otro, valerme de mi espíritu creador mientras elevo cordilleras y soplo sin miedo sobre la superficie azul que cubre mis ideas. Vivir por otros. Sintiendo de manera distinta la destrucción del mismo universo.

Para comprender lo que se me brinda. Para poder ver con otros ojos, sin olvidarme de los míos. Para esuchar en silencio. Para acercarme. Y, finalmente, sonreír.

Para todo esto. Y más. Para todo ello me haces falta, incansable creador de palabras, así que no me sueltes. Yo sola no puedo.

lunes, 24 de marzo de 2008

Lo miro. Parece ajeno a todo. Ajeno incluso al hecho de que su respiración calmada cayendo en mi cuello va a acabar por enloquecerme. Son los locos los que cometen locuras.

Lo observo. Adivino detrás de sus párpados cerrados el tono ambarino que refulgirá en la habitación si despierta. Recorro su espalda sin que me tiemblen las manos, quiero que sienta cómo me poseen las ganas de dibujarle, sin lápiz, construyendo una copia exacta a él con las yemas de mis dedos aventurándose en sus facciones. Siento que si me decido a besarle en ese punto exacto donde tengo clavada la vista es posible que se mueva, que reaccione, y no quiero que la atmósfera se quiebre por el momento. Quiero seguir observándolo. En la penumbra está misteriosamente más hermoso.

Se agita. Y me encanta. Sería capaz de convencer al tiempo para que frenara las manecillas de todos los relojes conocidos, que acallara su sonido condenador, pero para eso tendría que moverme. Y no quiero. Quiero quedarme ahí mientras afuera el atardecer se dispone a ir muriendo vestido con mortaja de tonos púrpura. Quiero seguir sintiendo su aliento calentándome la piel, alimentando esa sonrisa que él no ve pero yo sí siento y a la que no le encuentro otra explicación que el ahora.

¿Sabrá por qué le acabo de apretar la mano? No quiero que se aleje, pues sería muy complicado calmar este hambre con su ausencia. No me quedaría otra que tragar poco a poco recuerdos. Como el de esta tarde, mientras el frío se cuela sigiloso por la ventana entreabierta, equilibrando la temperatura de la habitación. Llevándose el sabor de lo pasado, renovando el aroma de su cuerpo al mismo tiempo que pienso que tengo que escribir esto. Me pregunto si de verdad dormirá. Y, si así es, qué mundos estará surcando su alma para tener esa expresión. Me quedo a su lado, confiando tal vez en que cuando se decida a darle luz a sus ojos, estos mismos apaguen mi curiosidad por saber de qué color se visten sus sueños.

Lo miro. Parece ajeno a todo. Con la respiración calmada, entre mis brazos. La ocuridad me revela con total claridad el niño que nunca ha dejado de ser.

sábado, 22 de marzo de 2008

Y te vas. Dejando las palabras suspendidas en el aire y hasta el último cimiento temblando. Dices que es lo de siempre y callas. Y miras imaginando tal vez lo que va a pasar cuando salgas cerrando con un portazo. Pero no dices nada. No hablas. Cruzas el pasillo y te marchas mientras sigues mirándome desde el quicio de la puerta. Pero el portazo ya ha sonado. Y te vas.

Y me dejas mirando al vacío. Ya no veo la puerta. Mientras todo tiembla. Con esta sensación de volver a ser niña sin serlo, de necesitarte, de volver a sentarme en tus rodillas cuando cruzas las piernas sólo para que me cojas en brazos. Estando a años luz de fusionarme con esa sensación, añorando algo que se me escapa. Que se me escapa. E incapaz. Temo que seas la única con la que no me salen las palabras.

Todo sigue temblando. No obstante, la calma se adueña de todo. Comprendo entonces que son mis ojos. Los ojos que tú me diste y que siguen dependiendo en cierto modo de ti. Son ellos los que tiemblan, y no los cimientos de esta casa que se me antoja vacía.

viernes, 21 de marzo de 2008

A veces no puedo evitar creerme humo. Agitándome incansable entre las imágenes que cubren las paredes de mi memoria. Y tampoco puedo evitar cuestionarme si lo que hago sirve de algo. Si lo que estoy haciendo es lo correcto.

Es altamente turbador. Preguntarme si ha merecido la pena dejar a todas esas personas en el camino, cuyas voces aún resuenan de vez en cuando en mis recuerdos, engañándome para que intente transportarlas a mis realidades de nuevo. Pero a veces no puedo. No soy tan poderosa, a veces no. Y tengo que conformarme con seguir oyéndolas, cada vez con menos intensidad, cada vez más lejos, mientras yo sigo recorriendo el camino que se extiende delante de mí para que me aleje y aprenda, una vez más, a encontrarlo.

Me aferro al viento que corre vertiginoso a mis espaldas mientras sigo siendo humo. Paseando entre tantas y tantas preguntas, no ansío encontrar respuestas tan pronto. Quiero exprimir cada pregunta, analizarla, fusionarme con ella. Aunque, cierto es, ya soy yo.

Sin embargo, aun siendo humo, soy consciente de que depende de mí. De que la mayoría de los puntos que componen esa turbación dependen de mí. Que soy la pregunta pero también la respuesta. Y, abriendo los ojos, me desperezo y dejo de ser humo. Me doy cuenta de que nublo vistas, que ensombrezco incluso semblantes. De que soy aspirable. Y quiero mantenerme entera hasta dar con todas las respuestas y después verme ante miles de preguntas más. A pesar de que haya veces en las que vuelva a creerme humo.

miércoles, 19 de marzo de 2008

El atardecer va adquiriendo protagonismo mientras las calles se vacían de frenesí y se van plagando de caminantes que adoptan un paso más pausado. Los comercios van cerrando y eso se hace notar en el ambiente. En una esquina, la soledad del envejecido muro de la avenida se ve mermada por una presencia. No obstante, pocos parecen verla.

Se encoge sobre sí misma dejando sus labios a escasos centímetros del suelo. De repente, se pone erguida y observa a su alrededor sin ver nada que le saque de su apuro. Cierra los ojos brevemente y decide continuar en esa posición. Lleva rato manteniendo silencio, pero nadie se ha percatado de ello o está ahí para incitarla a romperlo. Lo que sí se oyen son los lamentos que lanza su ser, en silencio de nuevo, hambriento de algo que está por llegar y parece no llegar nunca.

La gente pasa a su lado sin dedicarle un minuto a llenar sus ojos con los propios. Con los cuellos tiesos, miran al frente creyéndose poseedores de un mundo que en realidad no pertenece a nadie. Sin embargo, ellos son felices en su universo paralelo. En su placenta de mentiras y falsos sueños. La presencia agacha la cabeza tras el nuevo escalofrío. Tanto frío le va a volver loca. Se abraza para darse calor, pero es en vano. Sus brazos no le sirven.

Algunos le miran con desprecio y le dedican palabras poco rumiadas, salidas directamente de la espontaniedad para poner de manifiesto el gran vacío que deja la falta de inteligencia. Se sienten afortunados por lo que tienen y, en efecto, sin conocerlos, la presencia los envidia. Envidia su soltura al caminar. Su seguridad aparente. Deja que pasen de largo y sigue agazapada en su esquina, esperando que alguien se apiade de una vez por todas y le haga amar este atardecer que se consume.

Y sigue allí. Vestida con jirones de recuerdos y de los pocos que le lamen las heridas y le susurran que no está sola. Dispuesta a recibir lo que pide, entre cartones donde están escritos a mano los días que tiene que acudir a esa esquina. Con los labios agrietados y sucios del humo gélido de la ciudad y las manos temblorosas con las palmas hacia arriba para que no se le escape nada. La presencia sigue allí. Mendigando palabras de aliento.

lunes, 17 de marzo de 2008

No era un día cualquiera puesto que en los días cualquiera no sucedía nada que se saliera de lo común. Tampoco era un día cualquiera porque Ella estaba triste. Tan inmensa y majestuosa como era, se sentía sola.

Estaba replanteándose qué hacía allí, en medio del universo, con sus cabellos blancos desparramándose por la nube donde tenía apoyada la cabeza, cuando se fijó en un punto diminuto azul terroso.

-Ah, la Tierra… -. Suspiró. Y, cuando lo hizo, los insignificantes habitantes del planeta a cuyo nombre acababan de darle forma sus labios se estremecieron mientras el viento les azotaba de improviso.

Qué hacía allí… Acababan de romperle el corazón de nuevo y tan solo quería que el nudo que hacía trizas su garganta pudiera aflojarse. Cerró sus ojos cristalinos y dejó que una brillante lágrima, símbolo del dolor que sentía, corriera lentamente por su mejilla. Su piel estuvo saboreándola hasta que resbaló del rostro y se precipitó al vacío. Curiosa, se asomó al borde de su nube y observó cómo la lágrima impactaba contra la cumbre más alta de ese pequeño planeta que había estado observando. Pudo ver, con toda claridad, cómo lo que para ella era una gota minúscula se rompía en mil lenguas acuosas que cubrieron el punto azul terroso. Y las mismas gentes que se habían quejado del viento lanzaron clamorosos gritos de alegría al cielo, haciéndole saber a Ella que eran de agradecimiento.

Sonrió, satisfecha. Ya no se sentía sola. Pensó un minuto y les puso un nombre a cada una de esas lenguas de agua. Quiso que este nombre le recordara que prefería sonreír a volver a llorar por su corazón roto. Ya sanaría, se dijo. Y por ello los llamó ríos y los hizo dulces, para que la fuerza de la erre y el azúcar que encerraban ayudaran a que cicatrizaran bien sus heridas.

sábado, 15 de marzo de 2008

Le dije que quería que escribiera mucho, que quería tener mucho que leer a mi vuelta. Para calmar la sed de palabras que vaticinaba que iba a tener. No me equivoqué.

La imagen de una Venecia cadenciosa mientras el vaporetto nos trasladaba allí me dejó muda. Me sentí afortunada al comprender que estaba en un rincón único en el mundo, en un universo dentro de este tan inmenso, un lugar recóndito que no es comparable a ningún otro. La piedra de sus calles se hermanó con el frío viento apretándome las mejillas, pero sin cortar ni una sola de las sonrisas de fascinación que me producía todo aquello. El suave balanceo de la góndola me trajo el eco de las palabras que andaban esperándome en mi hogar, en ese hogar que se situará siempre donde se sitúe él. Noté la sed entonces y volví a sonreír mientras fotografíaba el paisaje pensando en él. También había estado allí, en mis adentros, acariciándome desde lo más profundo. Deseé con todas mis fuerzas volver a ese edén accesible a nuestros sentidos, volver a recorrer sus calles y sus vistas. Con él.

Luego vino Florencia, un cúmulo de arte y de belleza que hizo que me sintiera minúscula entre tanto nombre en mayúscula y tanta naturaleza fosilizada en majestuosas esculturas que te observaban desde arriba. Me sentí la reina del mundo en lo alto de la Cúpula de Santa María del Fiore. Cubierta por el incesante golpeteo de la lluvia en mi piel, entreabrí la boca para ver si ese agua calmaba mi sed. Miré al horizonte contando los días. Ya estábamos más cerca, aunque él seguía dentro. Sabía que tendría mucho que leer.

También Verona, con su romanticismo y sus parejas intentando plasmar a gritos desgarradores de bolígrafo su amor en la pared del túnel de la casa de Julieta. Y Pisa y su foto típica, con Milán y sus miles de tiendas no aptas para bolsillos agarrotados.

Los días echaron a volar y volví, volvimos, a casa. Escuché sus palabras antes de que las que forman sus mundos me cosquillearan el alma. No me había equivocado. Tenía mucho que leer y ocasiones para descubrirme, ruborizada, entre los caminos que forma con cada sílaba y cada parte de él que otorga a todo lo que escribe. No había fallado, no me había fallado. Se convirtieron en el bálsamo que apagó el sabor salado que había tenido la ducha posterior a la tormenta interna. Me curó su voz y limpió los grumos que se habían adherido a mis entrañas mientras lo echaba de menos.

Volvimos. Con miles de imágenes frescas en la memoria. No me arrepiento de que la gran mayoría lleven su nombre, de que fuese él quien me acompañaba en cada trecho que recorría. Tampoco me arrepiento de ninguno de los besos que han hecho enmudecer a sus ojos y a los míos. ¿Sabéis qué? Tengo que volver a Italia.

sábado, 8 de marzo de 2008

Con la sensación de que me dejo mil cosas, o quizá no tantas, pero sin el menor interés en ponerme a pensar qué me puedo estar dejando. La maleta ya está hecha, esperando a que venza la última prueba, la de cerrarla. Creo que por aquí todos están nerviosos menos yo. Tal vez cuando esté sentada en el asiento del avión, tranquilizando a los intranquilos, me dé cuenta de que me marcho y que esta ocasión no se va a volver a repetir.

Estoy segura de que en ese momento, en el momento de estar sentada y en calma, recordaré lo que me he dejado. Aunque intentaré no darle importancia, al fin y al cabo los días pasan como siempre y lo que me haya dejado estará aquí.

Además, si echo de menos lo que no puedo llevarme a pesar de que me haya acordado de hacerlo, puedo cerrar los ojos y recordar cómo olía él mi pelo, sintiendo su nariz curioseando entre mis cabellos. Tal vez el cierzo, este zierzo rebelde y revoltoso, me traiga parte de él. Y pueda pasearlo por todas esas calles desnudas que aguardan a que las cubra con mis ojos.

Si lo echo de menos lo sentiré conmigo, dentro de mí, manteniendo su imagen fresca en mis pensamientos hasta que pueda tocarla mi mirada.

Me marcho. Dicen que esto va a ser irrepetible y que lo recordaremos toda nuestra vida. Yo no lo sé, aún no puedo decirlo.


Abrázame fuerte, tu olor me tiene que durar cinco días.

martes, 4 de marzo de 2008

Sóplame en las manos, a ver si tu aliento me sirve de combustible para encender este frío que las deja quietas. Ya no me choco con los témpanos de hielo que surgen a mi paso, ya no me desplazo, la inmovilidad es tal que apenas se hincha mi pecho a cada respiración. Qué frío tan repentino, ¿verdad? Cuando creíamos que la lengua de fuego del sol nos iba peinando por las mañanas... Se desata la tormenta.

¿Y mi bufanda? Dónde se ha quedado mi bufanda... Este viento helado se me cuela por la nuca y me recorre la espalda, no sé si voy a poder soportarlo sin sufrir otro escalofrío. Susúrrame bien cerca de la oreja, que tu voz recorra mi cuello y lo saque de esta agonía de carámbanos de hielo. Date prisa, por favor, date prisa. Se me está haciendo insoportable este constante temblor.

¿Cómo puede hacer este frío? Las palabras se quedan bailando en este halo de incredulidad condensada. No puede hacer este frío. Me arrebullo bien en las mantas. ¿No hay más? Vaya, no quedan más... Y sigo teniendo frío. ¿No me ves? Abrázame. Tal vez contigo no me haga falta ni el calor de las mantas. Estoy segura de ello. El calor... Empiezo a olvidarlo. En serio, ¿es posible que haga este frío?

¿Y mis pies? No sé siquiera si siguen aquí, sujetándome. Espero que sí, no obstante. Tienen que llevarme a ti de nuevo. Espera, aún no te vayas, espera.

Abre las ventanas, anda, por favor. Me han dicho que afuera hace un día espléndido.

viernes, 29 de febrero de 2008

Cuando nos dijeron que lo primero que pasaría cuando llegáramos al aeropuerto de Bérgamo sería el hecho de que los perros italianos nos olfatearían de arriba a abajo en busca de sustancias estupefacientes, las reacciones fueron muy dispares. Los hubo que se rieron y los hubo que dijeron en voz baja que a ellos les daba verdadero pavor los perros.

Yo, sin poder evitarlo, me vi preguntándome cómo le sentaría a los perros su olor. Ese olor que ya forma parte del mío, que es el mismo, que no es igual. Pues yo el mío lo conozco de sobra. El suyo me sabe más dulce.



Quería dejar constancia del día de hoy. De la marca del bisiesto. Me hacía especial ilusión. Cosas que pasan...

miércoles, 27 de febrero de 2008

Todo está en penumbra. En el suelo, frío y sin atisbo alguno de polvo, la figura se encoge sobre sí misma, sometida a un casi imperceptible balanceo. En la oscuridad de la sala, su piel reluce ligeramente. Está desnuda.

Se han ido todos. Ya no queda nadie. No obstante, ella sigue allí como si los minutos hubieran pasado en balde. Se siente encadenada a ese lugar a pesar de que hoy más que nunca su alma le dice que no es su sitio. Pero ella quiere creer que no es así. Que, en esa sala, siempre habrá un trozo de suelo donde dejarse caer, o vibrar, o gritar, o hablar a los demás con el silencio. Sin embargo, el frío que siente su piel desnuda le dice lo contrario.

Intenta levantarse y no puede. El helador suelo de madera empieza a quemarle. Pero no puede levantarse, está anclada a ese sitio. Escucha risas que no son más que productos de su imaginación, oye voces lejanas que parecen llamarla pero en realidad no hay nada. Ya no queda nadie. Sólo ella. Y ni siquiera puede moverse y salir huyendo. Lo intenta, de nuevo lo intenta y siente sangrar sus adentros ante la impotencia de esa ridícula inmovilidad.

Comienza a respirar con fuerza y rápidamente. Tiene que salir. Tiene que, primeramente, levantarse y poder salir. Observa la negrura que la envuelve y se da cuenta de que no le hacen falta las luces encendidas. No ahora. Se conoce ese lugar como sus recuerdos. Comienza a impacientarse y la angustia va ganándole terreno a la calma. ¡Tiene que levantarse! No puede quedarse ahí todo el día... no puede. Los demás ya se han ido. ¡Ya no queda nadie!

¿No se escuchan sus gritos? El frío crece y ella sigue allí. Por un delicioso momento, se cree capaz y comienza a moverse. Ya puede hacerlo, parece que esa inmovilidad va remitiendo... Pero ya es demasiado tarde.

La oscuridad desaparece. La luz impacta contra ella canalizada por los potentes focos, compañeros imprescindibles en ese día y en cualquier otro que se desarrolle encima de ese suelo de madera. El patio de butacas apenas se ve. Escucha el sonido característico del telón moviéndose. La obra está a punto de comenzar. Y la actriz, consciente de su desnudez, siente que se ahoga mientras se da cuenta de que no ha sido capaz de encontrar su disfraz.

martes, 26 de febrero de 2008

Como si el tiempo se hubiera parado para morderme la oreja y hacerme saber que siempre está allí. Mientras escuchaba a mi compañero hablar, me he fijado en cómo se iban humedeciendo sus ojos conforme dejaba escapar las palabras una tras otra. En cómo su garganta subía y bajaba tiñendo su voz de gris. Él se ha zambullido en sus recuerdos compartiéndolos conmigo, yo estaba dispuesta a lanzarle el salvavidas cuando fuera necesario. Pero no ha hecho falta. Ha preferido sonreír y llenar el silencio pincelado con murmullos de esa clase huérfana de profesor con un paseo por su memoria y por los momentos que, aunque perdidos, permanecen impasibles ante la erosión del mismo tiempo.

Más tarde, después de largas horas de sesenta minutos, le he hecho un comentario a otra compañera con la que llevo cortos años de trescientos sesenta y cinco días y el tiempo ha vuelto a soplarme en la nuca. Ha sido extraño. Me he dado cuenta de que ya no teníamos doce años. La he mirado como si hiciera meses que no me fijara en la forma de sus mejillas o en la sombra que le hace el flequillo sobre los ojos. He sentido que crecíamos y, por increíble que parezca, ha sido una sensación totalmente inesperada. Ella ha vuelto a concentrarse en el ejercicio que nos planteaba el profesor, sin sospechar que había activado cierta idea que sigue turbando mi cabeza...

He sentido al tiempo. No he lamentado su paso ni temido su llegada, simplemente he sido consciente de que es algo que nos va modelando con paciencia hasta que casi no nos damos cuenta. Los segundos, los minutos o las horas no son más que nombres con los que creemos que lo atamos, pero no nos damos cuenta de que es un nudo que nos condena a ambos. He sentido al tiempo latiendo a mi lado, para luego volver a aceptar que, en realidad, anida en mi interior, en el interior de todos. Que comparto mis latidos con los suyos, sin poder añadir el viceversa.

domingo, 24 de febrero de 2008

Apenas hay fotos tuyas en mi álbum. Tal vez por eso de ser la pequeña, de haber llegado en último lugar. Aunque hoy por hoy eso sería incierto. Estoy segura de que tanto a ti como al que ahora luce el título del pequeño os habría encantado conoceros. Pero, claro, quién me asegura a mí que no lo habéis hecho ya...

Hoy he mirado los álbumes viejos y, como decía, me he dado cuenta de que son escasas las fotos que papá decidió poner en el mío con tu rostro. Sin embargo, las hay. Me he quedado mirando cada una de ellas intentando construirte a partir del silencio de la casa vacía. He esperado a que se fueran todos, no quería entristecer a mamá. A pesar de que sé que, después de tantos años, la tristeza sería nostálgica y no amarga. No como la de los días que siguieron a ese que también hoy lleva tu nombre.

Me duele darme cuenta de que apenas te recuerdo. Pero, si cierro los ojos, escucho tu voz. La voz de aquella lejana noche en la que mi hermano y yo aguardábamos nerviosos a que dieran las siete de la mañana. Aquella noche en la vieja casa de las Delicias. No he vuelto a ese lugar. A la misma calle, sí. Una sola vez. Y no me di cuenta de que era esa calle. Aun así, sé que aún hoy estaría tentada de sentarme en el curioso escalón de la ducha. O ponerme de puntillas para alcanzar el bote de colonia con forma de pastor alemán.

Lo poco que te recuerdo es en tonos sepias. Y tus gafas grandes, de pasta gruesa. Seguro que si alguien las viera ahora las tacharía de anticuadas... A mí me recordarían a ti y, seguramente, suspiraría. Después me acordaría de las gafas oscuras de papá a pesar de que era Febrero y estaba nublado. O de la voz quebrada de mamá cuando dijo la palabra cielo. Volveré al día de Carnaval, al último día que te vi. ¿Sabes una cosa? No lo recuerdo. Pero sí que recuerdo tu nariz ligeramente curvada y cómo sabían tus brazos.

Además, no tengo que lamentar tanto que apenas te recuerde. Pues no es así. Te puedo encontrar cuando me plazca en el humor de mi hermano, que no es más que el mismo de mi tía, aquel que ambos heredaron de ti. Te encontraré en cada momento que pase fugaz por mi mente, con la velocidad justa para poder atraparlo y dormir con él bajo el brazo. O, incluso, en mis sueños. Jamás he soñado contigo y puede que hoy sea la primera noche.

Es delicioso sentir este nudo en la garganta mientras escribo. Me dice que te sigo sintiendo. Que, aunque aparentemente ya no sea la niña de hace nueve años, sigo siendo la niña que ríe cuando su abuelo ladra en mitad de la madrugada de Nochevieja a escondidas. Quizás mañana vuelva a mirar tus fotos y a fijarme en tus gafas gruesas o en tu pelo oscuro. Y sé que mi vista se parará en esa que nos recoge a los dos. Te notaré a mi lado más intensamente. Y, en el silencio de nuevo, palparé tu voz y me volverá a doler que apenas te recuerde. Pero, ¿sabes?, sonreiré porque rememoraré tu imagen haciendo lo propio. Porque mientras piense en ti sabré que, de algún modo, sigues vivo y sonríes al vernos a todos gritar en silencio tu nombre en este frío día de Febrero.

sábado, 23 de febrero de 2008

- ¿Has visto la luna? - dice.

Le pregunta. Y no se da cuenta de que lleva viendo la luna todo el día, incluso cuando el sol andaba mordiéndole la nuca a ambos. Con su aliento de fuego. Le mira sin responder a su pregunta. Y confía en que él sepa desgranar sus silencios y coserlos, confeccionando así las palabras que se niegan a pasar por la travesía de sus cuerdas vocales. No necesita repetir el interrogante puesto que va descifrando la contestación con la ayuda de sus ojos. Los suyos ya no están clavados en el cielo pero siguen observando al astro.

-¿No es preciosa? - parpadea. En silencio.

En lo alto, la luna, sonríe con sus mil caras sin serlo, removiéndose en su puesto de centinela para ensancharse un poquito. Sólo lo justo. A ella también le gusta sentirse y que la sientan hermosa.

miércoles, 20 de febrero de 2008

No es la primera vez que me choco con una escena de estas características pero me sigue impresionando como la primera vez. Los gritos que nuestras mentes ahogaban durante la batalla no son nada comparados con este silencio. ¿No te pasa a ti? La ausencia total de voces va a acabar volviéndome loca. No me atrevo a repasar los rostros de los que aquí se encuentran, de miradas vidriosas y corazones invadidos por la frustración. Hay algunos que tienen motivos para alegrarse, para sonreír con complicidad. Sin embargo, aquí y ahora, hasta sentirse orgulloso duele. Cada respiración parece clavársete en este ambiente oxidado.

Los lamentos se mantienen suspendidos en el aire, esperando a que alguien alargue la mano y los atrape. Fíjate, allá ya han cazado uno. Las primeras lágrimas darán paso a la rabia de otros disfrazada de solidaridad, estoy segura. Siempre pasa igual. Me da hasta miedo caminar sorteando los cuerpos inmóviles, destrozados por la desazón del esfuerzo en vano. Lo que más quema es la sensación de que todo lo dado no ha servido para nada, ¿verdad? Parece que voy caminando sobre las ganas de levantarse de aquellos que están tendidos en el ya abandonado lugar donde se luchó.

¿Cuántas esperanzas de vencer? Todos piensan que no van a volver a pecar de ingenuos, que no van a permitir de nuevo que la ilusión sustituya su percepción de la realidad. Pero yo sé que no tienen razón. Acabaremos levantándonos como nos levantamos siempre, agarrando fuertemente esta frustración que nos apaga ahora la mirada, guardándonosla en el bolsillo hasta que sea necesario volver a dejarla campar por nuestro cuerpo. Volverán a encenderse las antorchas del campo de batalla cuando llegue la hora de la verdad nuevamente. Nuestras voces se alzarán desafiantes a cada estocada, para apagarse cuando nos amilanemos ante un enemigo demasiado poderoso, sí. Pero lucharemos. Siempre acabamos haciéndolo, aunque en estos momentos, como en muchos otros, demos por sentado que no va a volver a ocurrir. Prestaremos cada fibra de nuestro ser al calor del combate. Y, aunque caigamos, devoraremos la indecisión con nuestras ganas de rozar el cielo con las yemas de los dedos.

¿Lo has oído? Parece que alguien ha levantado la vista del suelo. Poco a poco, vamos estando dispuestos. El enemigo no se ha alejado. Sigue delante de nosotros, colándose en nuestra mente y retorciéndose de júbilo desde nuestros adentros. Sin embargo sabe que tendrá que volver a enfrentarse a nosotros. Sabe mejor que nadie que ha sido creado para que lo superemos, para que el dolor de nuestra caída nos conduzca, con cicatrices o sin ellas, a la victoria. Y quedarnos a vivir en ella.

martes, 19 de febrero de 2008

Vacía pero repleta de sensaciones.
Intenta acordarse de todo lo que va a necesitar. No quiere dejarse nada. Primero lo junta todo encima de la cama. Lo repasa con los ojos y va murmurando el nombre de cada uno de los objetos mientras recorre la habitación una y otra vez. Parece ser que no se ha dejado nada. Observa el papel que cubre las paredes. Ennegrecido, levantado por las esquinas como pidiendo en silencio libertad para echar a volar. Decide que lo tiene todo y lo ordena. Por colores, por tamaños, por la de veces que los ha usado. Sabe perfectamente qué es cada uno de ellos, para qué sirven, por qué los tiene. Ninguna duda tiene acerca de todo eso. Sin embargo, siente que no le son útiles a pesar de saber todo sobre ellos... O eso cree.

Lo va guardando todo. Poco a poco, para no dejarse nada que más tarde pueda lamentar, aunque tiene la extraña sensación de que va a echar de menos justamente lo que no tiene. Sí, ya está todo. Ahora viene cuando hay que cerrarla... Es curioso. Creyó que no iba a poder, que todo lo que tiene dentro la iba a desbordar, pero caben perfectamente. Lo ha ordenado todo tan bien que incluso queda hueco libre.

Incorpora la maleta y observa la habitación. El papel pintado sigue queriendo estirarse como después de un sueño que nos ha dejado exhaustos. La ha vacíado completamente, lo tiene todo en la maleta. Quiere compartir de nuevo esa sensación y deshace sus pasos para volver a colocar el maletón encima de la cama. Lo abre y ahí tiene todo. En cambio, se da cuenta de que la ve vacía.

La habitación y la maleta, llenas de cosas que la hacen sentirse vacía. Echa de menos lo que no tiene. Mientras se aleja dejando la maleta vacía encima de la cama sin sábanas de la habitación vacía, una hoja de papel pintado cae envejecido. Desea marcharse con ella a pesar de que no pueda dejar de arropar esa habitación. Ese alma.

domingo, 17 de febrero de 2008

Como el cielo. Con una luna que anda desperezándose, dispuesta, como todas las noches, a acudir al canto de aquellos que la llaman, trayendo de la mano a la noche. Escondida en los pliegues del cielo, como cuando mis manos se esconden en los recovecos de su cuerpo, tentándole a que se decida a encontrarlas.

Es curioso. Sé que el techo que nos alberga a todos estará albergándolo a él ahora mismo en este preciso momento, tal vez mientras el traqueteo del gran monstruo metálico lo va adormeciendo poco a poco. Me atrevo a desear que, si es así, esté soñando conmigo. A la sombra de un cielo que disfruta de su compañía todos los días, que puede verlo, que, si se le antoja, puede mandar que las nubes lo rocen con su aliento de niebla, dándole envidia al mío propio y provocando que mis suspiros se condensen en las ganas de que lleguen a sus oídos. Curioso querer ser la luna de ese cielo y conseguir observarlo mientras duerme como un niño. Como el niño que es. Y alumbrar la ocuridad que lo rodee para enseñarle que sigo sonriendo aparentemente sin motivo, igual que él me ha enseñado a sonreír sólo para los dos.

Pero mi alma también sabe que puede mimetizarse con el cielo tan solo dándole el impulso que mi imaginación necesita, valiéndose de su imagen zumbando en mis recuerdos, y encontrarme con él, dando, si se tercia, un paseo sobre el ejército nuboso del mismo manto que nos cubre. Ese ejército que se tiñe al amanecer y al atardecer del mismo tono que adquieren mis mejillas cuando me reconozco entre sus palabras. Entre su magia.

Voy a ser benévola y no voy a culpar al cielo. Voy a agarrarme a la certeza de que, de la misma manera que él se desplaza, se cubre de colores, se va y vuelve a pesar de que siempre esté allí, pasa largas temporadas a oscuras para retornar con un sol que nos pica en la nuca; regresa. Con luna o sin ella, el cielo regresa aunque esté aquí permanentemente. Voy a agarrarme a la certeza de que él también regresa. Y confío en que lo haga para contarme sus sueños, prestarle su cuerpo a mis manos y encenderme la sonrisa de nuevo. Con un cielo que nos recoja a los dos y no por separado, mientras la luna sigue susurrándome que yo lo echo de menos y ella lo está mirando en este mismo instante.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Creía que lo tenía todo. Pero ha contemplado sus manos y las ha visto agrietadas y pálidas, absolutamente sedientas de algo que no alcanzaba a comprender. Pero si ella lo tenía todo... ¿Por qué esta sensación desértica en sus adentros? ¿De dónde viene ese silencio que apaga incluso el llanto? Qué falta. ¿Qué te falta cuando crees tenerlo todo? Se palpa el rostro y hace escala en sus ojos. Ciegos de ver perfectamente el vacío durante tanto tiempo. También creía que iban a servirle para abrirse paso, rasgando con un parpadeo las lianas que dificultaran el camino.

Creyendo aún que lo tiene todo, quiere sentirse libre y se da cuenta de que ya no lo tiene todo. Porque quiere más. Pide al aire que abanique sus sentidos sin distracciones revestidas de gris. Vuelve a desear que la espuma del mar la conduzca. ¿O tal vez nunca lo ha hecho?
Anhela libertad. Aunque piensa que ya la ha saboreado, no se da cuenta de que aún tiene que conocerla. De palpar su olor y cubrirlo con la saliva que se aloja en su boca. No sabe que tiene que sentirse vacía para iniciar el viaje. No se da cuenta de que, además de saber que algo le falta, tiene que procurar no echar de menos ese todo que le llena de regocijo cuando sigue repitiendo que lo tiene todo.

Aguarda en silencio mientras su alma se descongela, para llenarla por dentro y provocar que se sienta vacía. Pero ni siquiera sabe que ésta también anhela libertad. ¿Se dará cuenta de sus gemidos? Quizás solamente piense que le ha sentado mal la comida.

domingo, 10 de febrero de 2008

Escucho su respiración mientras me cuenta que tenía que haber ido a la peluquería. Que ya no hace viajes de esos que hacía antes y que a veces se siente con fuerzas para ir a uno de ellos pero que siempre termina echándose atrás. Yo asiento mientras bebo del zumo que me ha ofrecido y le sonrío siempre que me mira. Intento concentrarme en sus palabras y articular una respuesta coherente y que la satisfaga, pero ha sido un domingo sin serlo y no estoy en lo que tengo que estar.

Con el velo de sus palabras, surco imágenes que se me antojan inventadas, como si aún no fuera capaz de creer que han pasado. Agacho la cabeza para que no me vea reírme sin motivo aparente y vuelvo al salón de su casa, al salón donde crecí jugando a las damas y dibujando, y me centro de nuevo en lo que me dice. Empiezo a pensar que es totalmente imposible prestarle el mínimo de atención que se merece, pero yo sigo incapaz de reprimir las sonrisas que se suceden unas tras otras, susurrándome un nombre que aún está grabado en cada estremecimiento de mi piel. Me pregunta por los estudios y me guiña un ojo cuando me dice, como todos los domingos, que eso yo lo tengo bajo control. Le digo que no siempre y se va dejándome a solas con esas sensaciones que me pellizcan las mejillas. Es increíble, pero creo que aún las tengo sonrojadas. Será que todo el calor robado ha ido a parar allí, justo debajo de los ojos, que siguen brillando...

Vuelve pero, apenas se vuelve a sentar, suena el timbre y tenemos que marcharnos. Mientras nos ponemos el abrigo, me mira y sonríe como casi siempre hace. Me pregunto si habrá intuido que detrás de esas sonrisas idiotas que me invaden se esconde su nieta inexperta y sedienta, pensando una y otra vez que ha sido un domingo con traje de seda y entre sábanas extrañamente ajenas.

viernes, 8 de febrero de 2008

Como si pasearas de la mano de la inexperiencia por calles vacías de soledades, de paredes grises, gris nostalgia. Y en cada ladrillo contemplaras esos rostros que forman los muros de tu existencia, hechos de hormigón y sentimiento, manteniéndote firme y haciendo la vista gorda mientras te abrazan y te vuelven a equilibrar cuando flaqueas. En qué puerto arribará la esperanza cuando no pueda compartirla con nadie, cuando me sienta desnuda ante el frío de la noche de dientes afilados y fríos.

Como si durmieras sobre nubes de incertidumbre por lo que va a pasar, por lo que podría pasar, por lo que ya no va a poder pasar. Pero, aún así, el descanso fuera tan delicioso que tus párpados se rindieran al suave e hipnotizador aliento del presente mientras en tus pestañas sientes el cosquilleo de la tranquilidad. Y en cada balanceo rozaras una estrella diferente. Y, en cada una de ellas, reconocer los ojos que tu memoria busca para rastrear su origen y taparte con las sábanas de los momentos que te regala. Un sueño placentero, el sueño de vivir siendo consciente de ello. De qué me servirá soñar cuando no desee contarle a esa persona que su sonrisa ha iluminado esta vez mi noche.

Como si las ganas de salir adelante amortiguaran las de dejarte caer por las grietas que se abren en tu piel reclamando una mano que alivie el dolor que producen y las haga cicatrizar con rapidez. Pero no las hagas desaparecer, por favor, quiero sentir que estuvieron allí. Esa curiosidad de adónde te llevarán tus pies el día de mañana, de si las paredes seguirán siendo de gris nostalgia. De qué color serán las paredes de mi alma cuando la negrura y la claridad se hayan sucedido sin descanso una y otra vez...

Como si las preguntas se te clavaran bien dentro, rozando tus entrañas y animándote a buscar respuestas que te complazcan. Como si cada una fuera de una forma distinta, de un calor distinto, de un origen distinto. Y aguarden ahí, a tu lado, formando parte de ti pero esperando que les otorgues alas de plata que las deje ir libres.

¿De qué me servirá vivir cuando no haya respuestas que encontrar?

martes, 5 de febrero de 2008

Es tener la certeza de que todos lo saben pero nadie quiere admitirlo. Es silencio envenenado de miradas y de encogimientos de corazón cuando percibes una puerta que se entorna o un pestañeo que impulsa a una lágrima a mezclarse con las sales de tu piel. Cruzar los dedos al tiempo que escuchas que alguien se acerca. No sabes qué desear: si palabras que alivien esa desazón que te carcome o que el silencio siga reinando y no arriesgrase a que los gritos rasguen la tranquilidad aparente de la noche. No cerrar los ojos. Ni darle oportunidad a los cabellos de tu nuca de relajarse.

Procurar que la ponzoña del silencio no afecte demasiado a tu alma. Pues la tensión sigue ahí, aguardándote en cada esquina del pasillo en penumbra, con dientes afilados y sonrisa maliciosa. Sabe que la temes y se aprovecha de ello.

miércoles, 30 de enero de 2008

La noche me engulle con su frío envuelto en sueños. Y es cuando su mano recorre mi espina dorsal invitándome a un furtivo escalofrío cuando la noto más sincera, más mía. Escucho su silencio, aquel que pinta de soledad mi respiración, que no mis recuerdos. Ellos permanencen fieles a su figura recortándose en la misma noche que me insufla ganas de que apague ese efímero escalofrío que me recorría, apagarlo con tan solo rozar mi cuello con las yemas de sus grandes dedos o, tal vez, con esos labios rebeldes que aguardan traviesos a un descuido de los míos para adueñarse de mi boca y elevarme con los pies bien firmes sobre el suelo.

La noche sigue acunándome silenciosa, siendo la única que observa el absurdo intento de mis dedos de canalizar lo que turba mi mente, lo que mi alma ya anhela. Esos deseos correteando por la línea de mis pensamientos, desordenando todo cuanto me propongo hacer a derechas. Creo que si tuviera voz, la noche me preguntaría que qué es lo que retrasa la expresión de mi rostro. Que por qué no sonrío. Y no sabría qué contestarle, aunque pretendería que mis palabras, fueran las que fueran, reflejaran la verdad. Así que tal vez le contestaría que mis adentros arden pidiendo más palabras, pero que yo entera no soy capaz de dárselas. Que la preocupación va en aumento cuando sólo consigo vagar sin rumbo fijo por unas cuantas sílabas, pensando tal vez en las suyas, en las que me llenan, en las que me hacen despreciar las mías, pues son sus mundos los que me arropan en esta noche que hiela las ganas de adelantar la expresión de mi rostro. Hielo que, estoy segura, temblaría con la visión de sus iris de miel a dos centímetros de los míos, sonriéndome sus pupilas.

La noche es la única testigo de esta desazón que agita mis sentidos, llenándome de confusión y confianza. Creo que me entiende, creo que sabe lo que intento hacer saber que siento sin éxito. Está aquí, llenándome de frío e intentando vacíar estas ganas que me incitan a echarlo de menos en la soledad de la de negro. Salpicada de estrellas que no son más que puntos de miel que no dejan de sonreírme en la distancia.

miércoles, 23 de enero de 2008

Me pegó un susto del copón. A poco me arranco la cabellera cuando oí esos golpetazos en la puerta mientras me peinaba. Creo que el peine que estaba usando aún sigue temblando. Qué golpes, madre mía.

-Es que tardabas tanto... Y después de todo lo que ha pasado, no sé. Siento haberte asustado, pero estaba realmente preocupada. Llevabas dentro tanto rato...- me dijo cuando le pregunté sobresaltada que a qué venía esa entrada digna de los GEOs.

-¿Dentro de dónde? ¿Del baño?

-Sí.

Y miró al suelo como avergonzada mientras afirmaba. Le iba a contestar que seguía sin entenderlo pero, cuando me disponía a abrir la boca, lo comprendí todo. Después de todo lo que ha pasado, me había dicho... Mandaba narices. Sólo me faltaba eso.

-Pero, ¿tú estás ida de la cabeza o qué te pasa? ¿Creías que me estaba abriendo las venas o algo así? ¿De veras que me ves capaz de una cosa así?

Negó con la cabeza porque, lo que era hablar vocalizando, no podía. Había empezado a balbucear y cuando sus hombros comenzaron a sufrir sacudidas me temí lo peor y le metí un abrazo de esos que estrujan el alma hasta que la sientes clavándose en tu pecho. Dio rienda suelta a sus lágrimas y le revolví el pelo para que se calmara. Tenía los nervios a flor de piel y no tendría que haberle gritado... Pero no pude evitarlo. Con toda la tensión acumulada y las ganas de clavar cabezas en estacas que se iban formando en mis sienes me iba a volver loca. Y lo pagaba con ella, cuando sólo se estaba preocupando. Mira que era idiota yo también. Aunque he de reconocer que me jodió que pensara que me estaba suicidando o alguna historia de esas macabras. Tendría que saber que yo no escapo así de los problemas, que ni siquiera intento escapar de ellos.

Mientras sentía sus manos diminutas aferrándose a mi espalda, comprendí que la cosa no podía terminar así. Que tenía que hacer algo pero ya mismo porque no eran normales esos sustos que nos estábamos llevando ambas a diario. Decidí que saldría a por ellos, a por esos problemas que me venían acechando desde hacía tanto tiempo, echándome su aliento maloliente en la nuca pero sin llegar a acercarse lo suficiente. Que estaba ya hasta donde la espalda pierde su santo nombre de tantas trabas, de tanto punto y coma. Y más aún si la estaba afectando a ella de esa manera. Temía por mí, o eso me decía... De veras que se me encogió todo el cuerpo mientras oía sus sollozos. ¿Qué culpa tenía ella?

Suicidarme... Recordé todos los silencios y las caretas de piedra de esos días, pero... Es que había veces que no podía evitarlo. Que, si estaba jodida, estaba jodida y punto. No tenía ganas ni ánimo de esconderlo fingiendo cual actriz de teleserie. Pero el sonido de su preocupación me dio fuerzas, además de una colleja en la nuca que me encendió la mente. Nada de venirse a abajo, nada de intentar agachar la cabeza hasta que todo pasara. Había que luchar. Y luchar por mantenerse de pie y ver el suelo lo más lejos posible.

Luchar por que esas lágrimas se tornaran risas despreocupadas que me sanaran a mí también. Coser bocas con las palabras y deshacer actos con la rabia contenida de mis aspavientos. Mirar al frente y atarme bien el camisón, por lo que pudiera pasar. Estar preparada.

-Aún nos quedan muchas puertas que tirar abajo juntas, pequeña. Pero muchas...

martes, 22 de enero de 2008

De pequeña apenas hablaba, apenas podía hablar. Pero siempre le embargaba aquella extraña felicidad que, en ocasiones, se tornaba contagiosa para todos aquellos que la contemplaban. Los había que se mofaban de su sonrisa, tan perpetua, tan llena de esa magia que escapa a la percepción de muchos; otros, en cambio, veían en ella un mundo. Todo un mundo por conocer, del que empaparse. Un lugar para perder las penas adheridas a las paredes del alma era, sin duda alguna, sus risueños ojos negros. Su madre siempre le decía que no tenía que preocuparse, que ella era como todas las demás niñas aunque se empeñasen en decir lo contrario. Ella asentía mientras su madre la abrazaba en silencio.

Y esa chispa de niñez que aún conserva en su rostro, a pesar de que las curvas de su cuerpo ya estén bien definidas. Esas palabras que, quizás por el esfuerzo que debe hacer para pronunciarlas, provocan escalofríos en el corazón por la pura emoción de escuchar su voz. Incluso los que antaño se reían de ella y le tiraban de las coletas en el patio del recreo, bajo el pretexto de que era demasiado diferente, envidiarían la sencillez con que viste su compleja personalidad. Ahora trabaja y no hay cosa que le haga sentirse más orgullosa que vestir el uniforme de su empresa. Ella no sabe que es distinta, pues es libre. Se siente libre. Y cada vez se supera más; habla más, ríe más, contesta más y más respetuosamente a los que le dedican lúcidos insultos como “retrasada”, fruto de una mentalidad que deja mucho que desear. Se siente totalmente dueña de su vida, dentro de sus posibilidades. En sus ojos, hermanos de la noche, reside aún esa chispa de magia que la diferencia de los demás, sobre todo cuando sana el desaliento con su energía. Su madre sigue susurrándole palabras de aliento y abrazándola en silencio. Sigue siendo una niña, aunque crezca, aunque no se le dé del todo bien transmitir sus sentimientos con las palabras. Para eso ya tiene su sonrisa, más que suficiente.

sábado, 19 de enero de 2008

-Dime que suba. Y te juro que subo.

Le contestó el viento, corriendo vertiginoso a su alrededor, levantando los cabellos de ella y encogiéndole el corazón a él con ese frío que se le colaba en las entrañas cuando ella lo miraba. La contempló mientras la chica dirigía sus ojos al horizonte, tal vezluchando con las rudas lágrimas que amenazaban con plantarle una revolución allí mismo. Ambos bebieron del silencio hasta que ella, entre roturas de sus cuerdas vocales, volvió a romperlo.

-Dímelo...

A su alrededor, todo era caos. Personas que corrían de un lado a otro, manos agitándose, sonrisas melancólicas, gritos alegres pero devastadores, recuerdos que no cabían en las maletas. Pasados que se quedaban allí, quizás a las puertas de un futuro que vendría mordiendo para después lamer las heridas entre agua y sal. ¿Cómo iban a saberlo? Hoy estaban allí, pero mañana... Mañana podría ser una princesa soñando plácidamente o un monstruo que aguardara escondiendo las garras.

Y, sin embargo, ambos se sentían como en una foto en blanco y negro. Detenidos, condenados a permanecer allí por siempre. Y, es que, en parte, iban a estar retratados el resto de los días que le quedaran a sus memorias. Allí, en blanco y negro. Ya no se oían los gritos de Pasajeros al tren; faltaba poco para que su traqueteo característico agitara los nervios de todos los que se acomodaban dentro. Y ella seguía bajo la mirada de él, apretando sus manos contra la pared del frío vagón, como si así pudiera retenerlo. Seguía diciéndole con los ojos que se lo pidiera, pues sus dudas no tardarían ni una milésima de segundo en disiparse, lo mismo que saltar al vagón y abrazarse a él.

Pero no hubo respuesta, aparte del tren poniéndose en marcha y la ligera visión de algún pañuelo agitándose que se le antojaba a años luz. No hubo respuesta. Y el tren ya se iba. Se iba... No pudo mirarlo más y agachó la cabeza mientras se iba sintiendo minúscula. Él la observó hasta que no fue más que un punto difuso en la lejanía, aunque seguía palpando la visión de su rostro en mil pedazos. Hasta que desapareció en la distancia pero no en sus pensamientos.

-Ven aquí, conmigo.

La respuesta llegó tarde, tan tarde que ni el viento pudo recogerla y llevársela a ella. Tuvo que conformarse con las faldas de su vestido bailando al son de su presencia, así como que le secara las lágrimas que iban por fuera. Las de dentro no iban a poder secarse, no después de permanecer en ese andén. En blanco y negro.

miércoles, 16 de enero de 2008

Le digo la verdad y llora. Y se me esconde en esos ojos confusos que ya no sé si creer, que ya no me transmiten nada bueno. Agacha la cabeza mientras solloza y me dice que no le diga esas cosas. Pero, bueno, ¿en qué quedamos? Me ha pedido la verdad. Y yo entiendo por verdad la verdad verdadera, no esa verdad que cuelga de sonrisas adornándolas de hipocresía. Esa se la dejo a los que la disfrutan, que no son pocos.

Pretende derrumbar mis defensas y no se lo pienso permitir, por mucho que me acaricien sus espesas pestañas. Procuro seguir alimentando la firmeza en mí, y parece que, de momento, todo marcha bien. A lo lejos se oye el fútbol. Y ella sigue allí, oye, intentando que decaiga. ¡Que no, vamos a ver! Que esta vez no. No pienso decir nada más y aún así me veo a mí misma pidiéndole disculpas por mi tono. Pero, ¿qué me pasa? Y le devuelvo la sonrisa. ¡¿Qué pasa aquí?!

Deja de llorar. Por fin, pensaba que sus lágrimas iban a acabar inundando mi determinación y no es plan. Me dice que se alegra de que haya recapacitado. No la entiendo, de veras que no la entiendo. ¿A qué juega? Recapacitar dice... Y una tortilla de ajos tiernos, también. Le vuelvo a repetir lo de antes. La verdad. Me mira desconcertada y noto como una chispa de decepción iluminando su cara. Pero por qué me conoceré su rostro tan bien... También percibo la sangre acudiendo a paso ligero a mis sienes, palpitando bien ahí, ensordeciéndome por si no era poca la juerga que llevo encima.

¡Sorpresa! Que no me entiende, me dice. Por favor, que no empiece a llorar de nuevo. Que no lo soporto, vaya, que no quiero que lo haga. Se queda en silencio y le tiemblan los labios, no sé si de los cero grados que cuelgan de la nariz de los habitantes de la ciudad radical esta o de la congelación de sus sentidos. Me pregunto si le habré chafado su felicidad y no sé si me da gusto o repulsa pensarlo. ¿En qué me estoy convirtiendo? No, nada de eso, hay que seguir impasible. Eso es.

Parece que va a decir algo pero decide guardar silencio. De verdad que la ausencia de palabras me está quemando. Que diga algo, que me insulte, que chille, que me monte una bronca allí mismo. ¡Que me tire de los pelos si lo hace hablándome, que me da igual! La contemplo y esta vez sé que no voy a decir lo siento. Me habla con los ojos antes de volver a llorar. Creo que se va a deshacer en lágrimas si sigue así. ¿No puede parar o qué le pasa?

Consigo apartar mi mirada de su persona y escucho gritos mientras me alejo del espejo. Alguien ha metido un gol y mi padre defiende que ha sido fuera de juego.

domingo, 13 de enero de 2008

Titilantes, las luces parecen sonreír mientras las observo. Poderosas, saben que tan solo puedo hacer eso: encandilarme con sus formas cambiantes, preguntarme adónde van a llevarme esta vez. Me revuelvo entre las sábanas de inconsciencia que me cubren y procuro no moverme. Hace frío y me encanta. Me encanta que los escalofríos aguarden a que, inquieta, gire sobre mí misma y poseerme de la mano de un estremecimiento. Pero yo seré más rápida y huiré de ellos, me cobijaré en esas luces que me susurran, traviesas, que las siga. Y yo espero a que comiencen a tomar forma. ¿Qué forma, esta vez? Pues no siempre adquieren la que yo deseo, no se tornan parajes que no puedo visitar y cuya hermosura me arrebata las palabras y me llena el alma de abrazos de Mamá Natura, ni se metamorfosean en esos ojos que, mirándome desde arriba, me retan a ponerme de puntillas e intentar moderle la barbilla, empleando su pecho de punto de apoyo y provocando, tal vez, que liberen una lágrima que quieran secar mis labios.

No siempre es lo que deseo, o lo que creo desear, ya que muchas veces esas luces toman formas inesperadas que me llenan de incertidumbre, de gozo, de temor. Y siguen sonriéndome, ofreciéndome su mano. A veces creo que puedo ver más allá de mis ojos en su compañía, y así es. Esas luces tiemblan y me acarician con ternura, para después convertirse en poesía palpable y decirme que esta noche también sueño, pero que no me prometen si el recuerdo de esas imágenes será guardado en mi memoria y acudir a él cuando así lo quiera o, por el contrario, se quedarán en mi almohada, soplándome suavemente y consiguiendo que me estremezca mientras un prófugo escalofrío recorre mis adentros.

Esas luces siempre son las mismas. Cierro los ojos y allí están, enseñándome sus labios curvados mágicamente. En cambio, sus formas varían cada día. Pues acaban convirtiéndose en sueños, caprichosos y alentadores, fármaco inmejorable para matar las horas que me separan de los ojos que, con suerte endulzada, derivan de esas luces fascinadoras.

domingo, 6 de enero de 2008

El gris ha quedado totalmente limpio, sin fisuras, cubierto en su totalidad por una capa espesa de nubes que, al mismo tiempo que no deja pasar ningún rebelde rayo de sol, cubre las calles con un manto inclemente de negrura, amparando tal vez los corazones con frío que se lanzan a la aventura solitaria en un atardecer de domingo. En el ambiente flota el olor nostálgico de la lluvia cuando ya sólo se escucha su golpeteo contra los cristales en la memoria. No muy lejos bizquea, creyéndose estrella marchita, una vieja farola.

-Ya no llueve.
Parpadea, pues mi frase le sorprende, manchándole el silencio que la estaba llenando de paz.

-Lo sigue haciendo, ¿no te das cuenta?

Ahora es ella la que impulsa mis pestañas, alentadas por el misterio que connotaba su última frase. Miro al cielo de nuevo y parece que el gris pretende engullirme mientras me lleno de la calma que su presencia me ofrece. Mi piel ya no siente ni una sola gota de agua, pero aún tirita del chaparrón que ha dejado a los charcos simbolizando su presencia. El gris es plomizo, ya que noto su peso sobre mi persona, como si quisiera susurrarme que la lluvia se ha ido pero volverá cuando se le antoje. Aún no entiendo sus palabras, por más que lo intento.

-No, creo que no me doy cuenta-contesto por fin, sin atreverme a mirarla por si mis palabras le hacen mella.
-Sí que te das cuenta. Quédate en silencio y asústate de la tempestad de tus adentros. Date cuenta de que cada estremecimiento que sufres es un rayo que impacta impertinente contra la barrera que intentas construir. ¿No lo vas notando? El revuelo del aire provoca que las olas rompan hurañas en tu interior. Quieta; se acerca la tormenta. Y sigues permaneciendo impasible ante lo que se te viene encima. ¡Date cuenta! No puedes frenarlo, ya hueles la lluvia. Y te asustas, por supuesto que te asustas. Empiezas a empaparte. No puedes frenarlo...
-¿De qué estás hablando?-. Me asusto de veras. Nunca la había visto así.
-De que llueve. Que tengo el corazón inundado de lluvia. Que me ahogo y no para de llover. No para...
Dejo de contemplar el cielo y la miro, después de un rato sin atreverme, la miro. Tiene los ojos arrasados en lágrimas y tiembla ligeramente. Casi me veo reflejada en sus lágrimas, que ahora vuelven a mojar mi hombro mientras ella se convulsiona.
Que tiene razón. Y, a pesar de los paraguas cerrados que pasea la gente, la lluvia sigue golpeando su alma con fiereza salpicando también la mía.