viernes, 24 de agosto de 2018

Isla Bella.

Creo que es imposible describir Cuba, hablar de Cuba de una manera medianamente fidedigna. Esto es algo que ocurre con cualquier lugar que uno visite, pero irrumpir en esta isla es un viaje diferente, de una naturaleza desconocida para mí hasta hace un mes. ¿Cómo hacer justicia a ese rincón del mundo construido con unos cimientos distintos, que nosotros ni siquiera podemos llegar a comprender? Las grietas de cada edificio de La Habana nos pueden hablar de una realidad que, en realidad, no estamos entendiendo.

Sin embargo, Cuba tiene un magnetismo particular. Se convierte en un sitio que atrapa a pesar de su misterio, a pesar de que uno se sienta un bicho raro allí plantado, con su líquido anti-mosquitos (que a veces no funciona) y sus ideas europeas e imperialistas. No pasa nada; nos han educado así. Nos han educado, en parte, para no comprender la revolución: el que no la desprecia la idolatra, y ninguno de los dos enfoques es el correcto para poder desentrañar los hilos de este país.

domingo, 19 de agosto de 2018

Guernica.

¿Pudo ser este el primer lugar que me impresionó de Madrid? Como casi todos los que lo ven por primera vez, yo tampoco pensaba que el cuadro de Pablo Picasso que hoy descansa en el Museo Reina Sofía fuera a ser tan inmenso. Y no sólo por su tamaño.

La primera vez que lo vi todavía no vivía aquí. Tampoco sospechaba -creo- que iba a hacerlo alguna vez. Ya cuando volví a contemplarlo fue con Astrid, en el curso de uno de esos paseos de kilómetros que dábamos en nuestras primeras semanas en la capital. Siempre que pienso en los inicios de mi vida aquí no puedo evitar saltar automáticamente al pensamiento de que sin ella no habría podido hacerlo.

Desde entonces he vuelto varias veces, casi siempre acompañada de personas que me importan y a las que les quería mostrar, lo supieran o no, uno de mis rincones favoritos de Madrid. Volví a pasear por la sala del Guernica con Yago, Camacho, Javi, Mónica, y casi, si una discusión no me hubiera retrasado injustamente, con Roberto y Leticia... Por nombrar algunos al azar.

Ayer volví cogida de la mano de A. porque quería que él también lo viera, ya independientemente de que me guste o no; creo que es una parada obligatoria si se pasa por la capital, teniendo en cuenta que se puede acceder a él de manera gratuita. No sé qué tiene este cuadro, ni la sala que lo contiene, siempre llena de personas que entran al museo en gran parte para ver esta obra. No sé qué tiene que me atrapa, de alguna manera.

Y ayer se iba abriendo paso en mi estómago una melancolía profunda pero indolora, que lleva haciéndose hueco en mis ojos desde que aterrizamos hace unos días. No pesa, porque no me arrepiento de mis decisiones, ni de todas las veces que he vuelto a este mismo lugar, ya fuera buscando frío o calor. Sin embargo es innegable que la incógnita, en parte, me asusta. Me asusta perderme y cuando no sea capaz de encontrarme no tener la opción de volver a la sala del Guernica, para ver si así se me aclara la mente.

lunes, 9 de julio de 2018

La huida.

No siempre el dolor viene de repente, como en un golpe; hay veces que gotea, de manera irreparable. Es como un eco sordo que se va haciendo hueco entre las clavículas, como esos momentos en los que sientes que el pecho quiere estallar pero por algún motivo tus ojos no responden y ni siquiera puedes desahogarte como te gustaría. Lo sé porque es entonces cuando siento que me estoy resistiendo a caminar hacia atrás, después de que se me activen las alarmas y mi cuerpo me diga que huya, que me sacuda cualquier compromiso, que no sea tonta, que me proteja yo misma antes de que no lo haga nadie más.

Es lunes. Dejo atrás una semana agotadora y la certeza de que lo mejor para un fin de semana, de nuevo, es no tener ningún tipo de expectativa.

¿Debería huir? La urgencia apenas me dura unos segundos, enseguida sé que no, que no quiero deshacer mis pasos, pero no puedo evitar que mientras dura esa sensación, tan clara y tan intensa, acabe aterrada y confusa y, después ya, cuando todo se ha ido, irremediablemente triste.

martes, 3 de julio de 2018

El ritmo.

Parece mentira que hace un año me sintiera nerviosa al mirarte y estuviera escribiendo un glosario con tu nombre, aunque nadie lo sabía, ni siquiera tendrías que haberlo sabido tú. No sé si eres consciente de todo esto, creo que todavía no (conociéndote, seguro que no), pero ya me encargo yo de recordarte que los viernes tienen tu forma, los fines de semana tu tacto suave y el resto de semana el fulgor de tus ojos (castaños, o verdes, o casi transparentes), para que me guarde esos días, mientras volvemos al mismo bucle y me pregunto si sabes con qué fuerza te quiero.

viernes, 29 de junio de 2018

lunes, 25 de junio de 2018

El canto.

A veces es necesario cantarle al momento presente, al amor más bonito, a unas croquetas compartidas junto a unas cervezas con dos de las personas que más me vertebran en este momento. Llevo varios días pensando en lo afortunada que soy y en lo feliz que me siento a pesar de las espinas del día a día, que no hacen mella aunque intenten arañar. Soy afortunada, a pesar de que mi cabeza bulla tanto que cada noche cierre los ojos agotada, pero satisfecha. Llevaba varios días pensándolo y he dicho: qué coño, lo voy a escribir, que no todo va a ser quejarse.

jueves, 7 de junio de 2018

Cementerios.

- Mónica.

La voz de Alberto me pilla desprevenida y vuelvo de súbito a la realidad; hace muchísimo frío de repente.

- Dime –le digo, con dificultad.
- Cuando… –Alberto toma aire–. Cuando ocurrió lo de mi madre, de alguna manera pensé “Nunca más. Nunca más…”

Trago saliva. Creo que es la primera vez después de su muerte que Alberto me habla de su madre. Noto un nudo en el estómago.

- Y me centré en otras cosas, en hacer lo que me gustaba, me fui al extranjero, disfruté de vosotros… Siempre con cierta distancia, siempre acordándome de ese “nunca más”, prometiéndome que no volvería a pasar por algo como aquello.
No digo nada. ¿Qué puedo decir?
- Y, sin embargo…

Alberto gira levemente la cabeza y roza su nariz con mi mejilla. Inclina la frente y se apoya en mí, concentrando en normalizar su respiración. Yo tengo la vista fija en el frente, pero cierro un poco más mi brazo para que tenga algún tipo de respuesta por mi parte.

- Vuelvo a tener miedo –añade.

Y noto en mi piel un tacto tibio que viene de los ojos de mi amigo y que me contagia de un pesar infinito que me vuelve a calentar las ganas estúpidas de ponerme a gritar contra todo el universo.

- No puedo con esta sensación de sentirme impotente. Otra vez no…
- No digas eso –le digo, y la voz se me quiebra, pero continúo–: No puedo decirte mucho porque me parece que de poco serviría, pero sí puedo decir que aquí no hay lugar para la impotencia, Alberto. Eso no.

Se acurruca un poco más contra mi cuerpo.

- No entiendo nada –me dice, y sus respiraciones se vuelven más profundas y sus lágrimas más amargas.
- Yo tampoco… –le respondo con una sinceridad tan fiera que me asusta, tan brutal que me hace sentir muy inútil, y rompo a llorar otra vez intentando controlarme, para no montar una escena.

Noto el cuerpo de Alberto temblar junto al mío. El nudo de mi estómago se va deshaciendo poco a poco, y no entiendo muy bien por qué.

- Deberíamos volver y estar con Marta –me dice, en voz muy baja.

Me doy cuenta de que tiene razón y por primera vez en toda la mañana me pongo en el lugar de mi amiga. No la considero en absoluto una persona egoísta o caprichosa; alcanzo a comprender que si ha decidido hacer las cosas así es porque existen motivos de peso que sostienen sus razones, y detrás de esa idea comienza a asomar la certeza de que no ha tenido que ser nada fácil rompernos así y hacernos enfadar después de estos días juntos. En mi interior comienzan a arremolinarse un montón de preguntas mezcladas con el sentimiento de culpabilidad por haber salido corriendo otra vez. Siempre me ha ocurrido: cuando me he enfrentado a una realidad complicada y dolorosa, una de mis reacciones más comunes ha sido salir corriendo, tanto literal como figuradamente. Recuerdo una vez en la que mi abuela se desmayó en mitad de la calle y mis padres tardaron horas en encontrarme. Yo apenas recordaba nada cuando lo hicieron.

Alberto y yo sabemos que tenemos que movernos, pero aun así tardamos unos minutos en ponernos en marcha. Hemos acomodado nuestros pesos y nos apoyamos el uno en el otro. Percibo que se mueve para levantarse y lo libero del abrazo. Se pone en pie y me tiende una mano, que agarro sin dudarlo. Al levantarme quedo a su altura, muy cerca de él, y le abrazo apoyando la cabeza en el hueco que queda entre su barbilla y su pecho.

- Ayúdame con todo esto. Quédate por aquí, conmigo –me oigo decir, como si la voz que da forma a esas palabras no fuera mía.
- Vamos a ayudarnos los dos –me dice, apretándome con fuerza.
- No quiero correr más –añado, totalmente segura de lo que digo.

martes, 29 de mayo de 2018

Puente y café.

- No lo sé, chicas –intervengo por fin–. En parte estoy de acuerdo con vosotras, pero… 
- La culpabilidad no debe de servir de nada más allá de ser un motor para solucionar conflictos, Mónica –me corta Marta. 

Vaya frase más redonda. Pablo la mira, entre la admiración y la sorpresa, quiero pensar, y parece estar sin palabras. Alberto y él están siguiendo la conversación, intentando seguir el ritmo. 

- ¿Pero? –reflota mis palabras Aitana. 

- Pues que sigo sin hacer nada. Y me da mala gana hasta quejarme. Porque, ¿qué derecho a quejarme tengo si no hago una mierda por salir de esa rutina que tanto critico? 

- Ya –me concede Marta–. ¿Has pensado en dejar tu trabajo?

(...)

jueves, 24 de mayo de 2018

Hay cosas que uno tiene agarradas dentro, en las paredes del cuerpo, pero adentro, aferradas a cada órgano con las uñas afiladas, expectantes, a punto, doliendo, en silencio, hasta cuando se supone que no está pasando nada.

miércoles, 16 de mayo de 2018

La Raíz.

Sigo atrapada ahí. Y no sé muy bien por qué.

Se lo he dicho hoy a A., después de tararearle (o tatarearle, que digo yo) una canción a través del auricular del teléfono. Que, de alguna manera, sigo un poco con la mente en esa noche en la que todo parecía fluir. Tal vez es por lo que sólo nosotros sabemos de ese día y concretamente de ese concierto, o porque me parece que fue uno de esos recuerdos redondos que no se van a ir. O quizás, no me voy a engañar, un poco por los dos motivos, mezclados, en un torbellino de música y nocturnidad.

Pero nos veo ahí, en la última noche de Viña Rock, apenas unas motas más entre la gente. Me acuerdo de acercarme a As., delante de nosotros más callada y más quieta, preguntarle si estaba bien y seguir bailando. Las letras me hablaban, en esos instantes irrecuperables, de pelea, de seguir peleando a pesar de todo, y de todos. También veo los rizos pelirrojos de S., más apartada y cantando a medias, a E. metiéndose en pogos con el cigarro en la boca y a A., muy pegado a mí, con esa sonrisa que tiene cuando sonríe de verdad, la de enseñar la encía y ser más guapo que nunca, y entre saltitos agarrarle la chaqueta y decirle, en plena euforia: Te quiero un montón, ¡te quiero un montón! Puede que fuera una marquita, una de esas que se resaltan en la línea de tiempo, y que simbolizan algo importante o, al menos, algo que no se quiere olvidar.

lunes, 14 de mayo de 2018

Lunes.

El otro día nos nombraron como ejemplo de relación sana y bonita. Dados todos los obstáculos que he tenido que saltar hasta hace poco, escuchar algo así se me hace extraño, pero me hizo sentir muy feliz, sobre todo de poder correr a contártelo, estando tú a apenas dos metros de mí en ese momento. Es una de esas cosas que creo que no ves si nadie te lo dice, porque hasta que no lo escuchas de otra persona no eres capaz de salirte fuera y reflexionarlo. Y yo pensé en que puede que sea verdad, porque apenas nos enfadamos, porque antes de enfadarnos nos entristecemos por la mínima posibilidad de enfadarnos, y pensé en tus ojos cuando estamos en uno de esos días de "¿Qué hacemos ahora?" y los recordé limpios, sin reproches, sin ira, sin rencores, sin celos y sin ganas de hacerme daño. No sé si recuerdo unos ojos tan puros, tan limpios, mirándome angustiados pero empecinados en mejorar aquello que no nos hace sentir bien.

Aprieto el paso para seguir el tuyo; siempre caminas muy deprisa, lo tienes interiorizado por la costumbre. Pero me agarro a ti y casi voy dando saltitos mientras doblamos la esquina y acudimos a la música que viene de Matadero, y yo te vislumbro entre las luces naranjas del final de la tarde. ¿Conocéis esa sensación de sentirte afortunado por estar con la persona que tienes al lado? Ojalá que sí. Es una de las emociones más bonitas que pueden sentirse nunca.


viernes, 11 de mayo de 2018

Final de un cuento nunca acabado.

Somos la fuerza de la estampida,
somos el mundo patas arriba.

Somos hijos
de unos pocos
locos
que dibujaron la salida.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Epitafio.

Yo podría llevar mi mejor traje de chaqueta. Uno de los mejores; creo que tendría varios. Uno de esos que una se pone, supongo, si tiene una reunión importante y siente que tiene que afianzar su poder delante de sus compañeros de equipo. Barato, pero elegante y resultón.

Yo misma podría elegir las flores; de colores oscuros, dispuestas de manera más o menos uniforme. A juego con las colinas verdes donde sería la ceremonia, donde impactaría el sol de media tarde, cuando es otoño y la luz se vuelve naranja, y comienza a hacer frío.

Redactar la lista de invitados sería difícil. Ni siquiera sé si los podría llamar así. Preferiría que la noticia se expandiera por diferentes medios, y que todo aquel que se sintiera llamado a venir lo hiciera, para estar conmigo y con la ocasión. Imagino que, del otro lado, vendrían también todos aquellos que lo intentaron con resultados oscuros, y matan su tiempo muertos observando a los que siguen empecinados en llegar a un lugar que no existe. Podrían venir, todos ellos, y acompañarme, aprobaran o no mi decisión. También los que en esta vida lo han conseguido y se sienten satisfechos, aunque sea a ratos cortos, para demostrar que no todo son trajes de chaqueta y oficinas de luces blancas y sin aliento.

Yo, pálida, me miraría las yemas de los dedos y creería ver en todas ellas pinchazos morados, la carne casi en gangrena, la huella de una adicción pasada y, aunque vencida, grabada en mi piel para siempre.

Nadie se atrevería a iniciar la marcha, así que lo haría yo, puede que con una flor entre las manos y con una mueca de tranquilidad en el rostro. Subiría la colina, con mis tacones perfectos, intentando transmitir a los demás que me siguieran sin miedo. Llegaría a lo alto, lenta pero segura, y podría depositar la flor en la lápida, la primera de muchas.

Los demás se acercarían, para apoyarme o para fisgonear, no importa, y en el epitafio se podría leer:

Aquí descansan mis ganas de intentarlo,
mis ganas de pensar que puedo hacerlo,
mis ganas de escribir para sentirme libre.

viernes, 4 de mayo de 2018

No quiero que se nos olvide lo bueno. En ocasiones ocurre si bajamos la guardia; nos concentramos en la rutina y en lo que nos molesta y nos desagrada, y vamos olvidando todo lo bueno a fuerza de pensar que por ser lo bueno nunca se va a ir. Pero se puede ir. Lo bueno también se construye desde dentro, desde la memoria y todos los filamentos internos que nos hacen ser quienes somos.

Sujeto y miro tu mano y en ese segundo, en el que el pecho me duele y en mi mente zumban mil pensamientos que me asustan; en ese segundo me parece de locos que para la mayoría de las personas esa mano que miro sea sólo una mano. La encuadro, me centro en ella, recorro sus imperfecciones, y me digo que es imposible que vea sólo una mano. Veo una llave, un refugio, un cataplasma que sólo tiene que ponerse sobre mi piel para tener efecto. Veo un lugar donde extender una manta, llevar todos mis bártulos y quedarme a vivir.

"No quiero que se nos olvide lo bueno", pienso mientras miro tu mano, y me digo que si me retorciera y me acurrucara en tus recovecos todo mejoraría, porque creo que juntos somos mejores, somos más buenos, aunque a veces tenga la sensación de que lo complico todo, irremediablemente, y eso no nos hace ningún bien.

martes, 24 de abril de 2018

Resistencia.

Hay que aceptar las cosas como vienen y no aferrarse. Esto es una obviedad; lo escribo para repetírmelo con firmeza, una vez más. No siempre es fácil resistir con los hombros erguidos.

Cada vez cuesta más volver. Sin embargo, cada vez cuesta menos tener claro que tal vez si cuesta volver es porque uno está cansado del mismo regreso. Me mata esta inercia en apariencia infinita. Me mata que parezca que nos escudamos en la inercia para ignorar que no es ni será nunca infinita. Podríamos solucionarlo todo en un golpe de DNI.

Si no nos permitimos dar un puñetazo en la mesa ahora, ¿cuándo será?

A veces comprendo esas escenas en las que alguien observa a su alrededor mientras todo lo demás sucede a cámara rápida. Las quejas, las ojeras, las malas caras que esta ciudad esconde apiladas en cada adoquín a mí me hablan de mentiras, de cómo nos mentimos a nosotros mismos, de cómo nos da miedo dejar de mentirnos.

No obstante, no puedo decir que tenga alternativa mejor. Resistencia nunca ha sido sinónimo de felicidad. Resistir siempre ha tenido matices grises que se revisten de historias de vencidos, de pechos doloridos y lágrimas que nadie verá jamás.

Llevo varios días gritándome a mí misma, pensando en este rincón, sintiendo que, de nuevo, no tengo absolutamente nada que ofrecerle al mundo. Ni siquiera sé si hablar así tiene algo de sentido. Pero me convenzo de que debo escribir porque al final es el faro que me guía, aunque... ¿y si no hay destino? ¿Qué haré si estos cimientos se caen?

Siento que el corazón,
del uso,
me ha dado de sí

jueves, 12 de abril de 2018

Existe un momento de desequilibrio que sé que pasará pero que, hasta que eso ocurre, agota todos mis mecanismos de seguridad. Se abren todas las compuertas y el viento me azota con crueldad, mientras se disparan los chalecos salvavidas sin que pueda alcanzar ninguno y las máscaras de oxígeno se me escurren sin que pueda evitarlo. ¿Qué soy en esos instantes de niebla densa, de tempestad desconocida? Sigo siendo yo, pero soy una yo más cansada, con los círculos negros bajo los ojos más pronunciados, como si la vejez hubiera llegado de golpe.

Sé cuáles son, los reconozco, así que sé que debo tener paciencia y esperar a que mi espíritu remonte, mientras intento concentrar mis energías en dibujar objetivos reales frente a mi vista y no en hacer fuerza hacia abajo para hundirme, yo sola, yo misma, y poder gritar desde el fondo sólo para quejarme de que nadie me oye.

No puedo prepararme, porque soy incapaz, pero aun así cuando sobreviene ese suelo deslizante y ese dolor en las rodillas al caer no puedo hacer otra cosa que parapetarme, coger aire, y esperar. Al final siempre pasa. Siempre. Y ahora oigo la lluvia que cae en mi ventana y atiza mi jaqueca, pero piso el suelo y lo noto firme, calmo, normal otra vez (si es que ese adjetivo tiene algún sentido).

martes, 6 de marzo de 2018

Cinco minutos más.

Es como si el tiempo con él nunca fuera suficiente. Como si siempre estuviera disconforme con la hora que ponemos para que suene la alarma. Parece que se abre un abismo en mi cama si está él, y quiero que se convierta en un espacio aislado a las manecillas del reloj. Quiero decir, estoy tumbada, abrazada a él, y cualquier espacio de tiempo me parece corto. Insuficiente pero lleno. Prometedor del momento siguiente. Aun así, me agarro con un poco más de fuerza a su torso, y cierro los ojos, para ver si así de verdad el tiempo pasa de largo, y nos da cinco minutos más.

Pero desde que llegó a mi vida
no le tengo miedo a nada
Sólo quiero despertar
y ver que vuela otra mañana
de sábanas,
de besos,
perdidita en su mirada.

jueves, 22 de febrero de 2018

Diario, día 913.

Me es inevitable preguntarme cosas. Cuestionarme a mí misma. Intentar desentrañar si soy una flipada, o una fracasada para siempre, o cualquiera de esas otras etiquetas que siempre es fácil ponerle a otros. ¿Lo soy? ¿Soy una de esas... millennial?
A menudo me pregunto si de verdad soy buena persona. Y digo "de verdad" porque obviamente pienso que sí. No me fastidies, ¿quién piensa de sí misma que no lo es? Podría escribirlo bonito, filosofar un poco, pero esto es un diario y puedo permitirme por una vez sacrificar la pompa hipócrita que siempre nos invade cuando hablamos de nosotros mismos. Es como la tía rubia de las películas de terror que, cuando asoma la motosierra por el marco de la puerta, dice: "Oh, dios mío, Jack, ¿qué vamos a hacer ahora?". ¿Pues qué vas a hacer? Morirte, salpicar de sangre las paredes, con suerte enseñar una teta cuando caigas al suelo sin cabeza. Esas cosas de siempre. Hace esa pregunta estúpida que no tiene sentido porque ya se sabe la respuesta (gracias, guionistas, sois geniales manejando personajes femeninos). Pues eso, esa tía en una situación real no preguntaría eso. Lo mismo nosotros cuando nos pregunta alguien si nos consideramos buena persona o cuando nos lo preguntamos nosotros mismos, que es cuando podemos soltar toda la mierda si es que sois como yo y no os gusta tener auto-pudores.
Pero, en serio, me lo pregunto de verdad. O sea, creo que lo soy, me esfuerzo en serlo porque creo que es lo que menos dolores de cabeza me va a suponer. Intento tener paciencia, escuchar, no enfadarme demasiado, ser comprensiva, sonreír, sujetar la puerta del metro a esos bastardos que nunca me la sujetarían a mí... Sin embargo, hoy en clase he querido levantarme y preguntarle con violencia a un compañero si es que era subnormal (con opciones a meterle una colleja, o algo así, lo que me saliera en ese momento de enajenación). ¿Es posible que una buena persona quiera hacer eso? No lo sé. Lo he pensado en ese momento. Y luego he intentado justificarme y decirme a mí misma que ese tío en cuestión es un imbécil, que se pasa toda la clase riéndose de personas más hechas y derechas mientras él es un ególatra mantenido que piensa sobrevivir a base de practicar felaciones a los catedráticos de la facultad. Uy, esta frase me ha salido toda del tirón. Qué miedo. Hay que ver. ¿Ves? No sé. ¿Esto le saldría del tirón a una buena persona?
En ocasiones me intento explicar que una buena persona que siempre lo sea no sería una persona, sería un robot. Como la película esa de las esposas perfectas, las que sonríen siempre. Aunque luego se les va totalmente. Igual no es el mejor ejemplo. Pero a lo que voy es a que: ¿una buena persona no es aquella equilibrada, que aguanta sus momentos más oscuros y que sabe sobrellevarlos? ¿Existe alguien que nunca fantasea con reventarle la cabeza a otro alguien? Lo sé, suena fuerte, pero soy honesta. ¿De verdad nadie piensa alguna vez en que sería más feliz si X desapareciera del mapa o Y se fuera a tomar por culo para siempre con esa tal Z?
Y otras veces pienso, sin más, que la gente normal, esos que siempre son contratados como extras en las películas cutres porque tienen apariencia "normal", seguramente no se hacen estas preguntas. Pero es que yo soy así de imbécil, supongo. Bueno, no tanto como el lerdo de mi compañero. Somos imbéciles los dos, cada uno a su manera. ¿Soy mejor persona que él? ¿Es también él una buena persona aunque sea gilipollas? ¿Debería insultarlo? Es que me encanta hacerlo, se me llena la boca, y mira que estoy escribiendo. Gilipollas. Es sonoro, y bonito. No sé. Tengo un vocabulario fatal. ¿Las buenas personas dicen palabrotas? Aunque yo también me insulto a mí misma.
Eso tiene que contar... ¿No?
(...)

miércoles, 31 de enero de 2018

Pero soy un mar de dudas en oleaje perpetuo. (...) ¿Cuál es el problema? ¿Soy yo el problema y no hay más?
Puede parecer un recurso estúpido sacado de una película americana, pero admito que en ocasiones, cuando algo me preocupa, me entristece o me enfada respecto a alguien, suelo aplicar una regla sencilla: "Si de verdad este fuera el último día de mi existencia, ¿querría estar así?" Es entonces cuando compruebo que a menudo actitudes como el orgullo o la espera no tienen sentido, y por eso no quiero que pase más tiempo sin hacer nada para arreglar la situación (lo que a veces también me hace ser demasiado ansiosa y empeorarlo todo).

Sin embargo, sé que hay días en los que no tengo fuelle, en los que todo pasa por delante de mis ojos sin que yo consiga energías para alargar un brazo y tocarlo. Es como si me hubieran vaciado por dentro. Y soy consciente de que si ese día fuera el último de mi vida seguramente lo pasaría triste y sin ganas, con una mueca de serenidad pintada en la cara que podría ser infinita si yo quisiera.

No entiendo por qué me exijo a mí misma cosas diferentes de las que exijo a los demás. Llevo días pensándolo, y supongo que me cuesta admitir que muy al fondo, en esa parte de mí que hoy permanece cerrada a cal y canto, siento que la mayor parte de los problemas vienen de mí, y no sé en qué momento perdí el rumbo respecto a los conflictos o me convertí en el caparazón que soy ahora. El problema es que en esa pregunta que formulaba al principio tienen cabida los demás, pero no yo. Si la que me enfada, me apena o me preocupa soy yo misma dejo de tener tan clara la respuesta, y todo se vuelve más feo y más oscuro.

domingo, 21 de enero de 2018

Sé que falta algo porque cada semana, al final de la misma, parece que se abre un abismo ante mí. El lunes se me presenta impregnado de desubicación y en la búsqueda de los motivos acabo encontrando que no todas las semanas terminan así. Casi, pero no. Ocurre en aquellas cuyo domingo termina contigo marchándote, o conmigo marchándome, y sé entonces que necesito unas horas, un tiempo determinado, para recuperarme otra vez de tu marcha y cubrir tu ausencia con la expectación del próximo encuentro. Sé que aun así tenemos suerte, pero resulta tan fácil caer en la rabia inútil de que ojalá, un martes cualquiera, con frío o sin él, pudiera colarme en tu cama y apoyar mi nariz en tu cuello mientras te escucho respirar... Resulta tan fácil, tan sencillo, que me lleva unos segundos comprender de nuevo que tus ojos llevarán nombre de viernes y no de martes. Aun así sé que llegarán los domingos en los que no tengamos que marcharnos, y esa sensación de falta se llenará, irremediablemente.