- ¿Por qué nunca quieres que pidamos pizza?
Hay un silencio muy breve. Uno, dos segundos. Fugaz pero perceptible. Hasta que la otra persona responde:
- ¿Cómo?
- Que por qué siempre te acabas negando a pedir pizza. No lo entiendo.
- Pues porque la pizza no me entusiasma. ¿Qué no entiendes?
- No lo sé. Siempre te niegas de maneras muy raras. No te sale natural. Como si hubiera algo que te alterara.
- ¿Pero qué dices? Es sólo pizza. Prefiero que pidamos otra cosa que me guste más. O que nos guste más a los dos.
- ¿A los dos? A mí me gusta la pizza. Y creo que a ti también.
- Te acabo de decir que prefiero otras cosas.
- Ya...
Siguen ojeando la lista de comida disponible para que la traigan a casa. Sin embargo, a los dos se les ha ido quitando poco a poco el hambre.
- ¿Y kebab?
- Yo es que quiero pizza. Ya lo siento.
Uno, dos, tres, hasta diez segundos de silencio. Parece más largo incluso por la incomodidad. Ella no da su brazo a torcer: quiere que cenen pizza. Lo tiene muy claro.
- No comprendo nada, de verdad. No sé a qué viene toda esta movida de la pizza, si sabes que no me gusta.
- ¡Sí que te gusta!
- ¡Si no he comido pizza contigo nunca!
- Ya, ya lo sé. Conmigo no.
- ¿Entonces?
- Pues no lo sé. Intuición. Te pones raro cada vez que te propongo que nos comamos una puta pizza.
Él resopla. En lugar de seguir la conversación y aclarar el asunto de alguna manera, opta por la vía más sencilla:
- Me parece que ya no tengo ganas de cenar.
- Normal, sí. Yo tampoco.
Vuelve el silencio. Hasta que ella vuelve a insistir.
- Es que me parece muy fuerte que nunca quieras comer pizza conmigo.
Él resopla de nuevo y la sangre acude rápidamente al depósito de su rabia.
- Mira, me gusta la pizza, pero si no la quiero comer contigo porque no me sale de los cojones no me la como y punto. Vale ya, por favor. Estoy muy cansado ya de todo este temita.
- ¿Cansado?
- Sí.
- ¿De qué?
Silencio.
- ¿Cansado de qué? ¿De que yo quiera comer pizza y tú no?
- Pues claro. ¿De qué si no?
Ella se frota las sienes, profundamente decepcionada. En ocasiones algo nos ronda y lo guardamos pensando que no es nuestra potestad sacarlo a relucir, porque es algo que no nos pertenece directamente. Sin embargo, si nos cansamos de esperar puede ocurrir que el tema explota, de la manera más tonta. Decide ser franca, ante la ausencia de la honestidad y la confianza que ella esperaba, a pesar de sus malos métodos de interrogatorio.
- ¿No decías que la habías olvidado?
Él se queda petrificado. Sin saber qué hacer. Ni qué decir. Desearía poder sacudirse ese silencio para abrirse en canal y explicarle todo a ella, pero para ello tiene que caminar en una dirección incómoda por la que no le ha interesado nunca transitar. Entre salvarla a ella o a él mismo, siempre va a elegir lo segundo, por pura norma natural.
- Todavía la quieres, ¿verdad?
Él quiere decir: Sí. No obstante, sólo le sale mentir:
- No lo sé.
Ella lo mira, con la máscara de su rostro intacta, que oculta una piel rota de dolor en mil pedazos. Le da sus segundos, sus minutos, sus horas; pero de la boca de él no sale nada. Está agotada de preguntar, está cansada de adivinar por ella misma, de leer señales, de las inseguridades que devienen de los vacíos de información que él le dedica.
Al final, a pesar de que de madrugada ya sólo cenan los desfasados o los que tienen los biorritmos cambiados, ella vuelve a hablar, con cada palabra doliéndole en la garganta, pues ella misma ha decidido que van a ser las últimas.
- Por favor, vete. Quiero cenar sola.
Tal vez pida pizza. Quién sabe. Ya le da todo igual.
Él asiente, y se va.